La corrida
La ciudad vivió un par de semanas de fiestas locales, algo que la mayoría de los madrileños ha ignorado. Lo notamos en el aumento, apenas perceptible, de la descompuesta circulación por las vías urbanas. Un día determinado se produjo el socavón -apenas cuatro o cinco metros de diámetro- en una de las carreteras de circunvalación y ello tuvo inmediato efecto en el tráfico, hasta zonas muy alejadas, como esa piedra lanzada en medio de las aguas tranquilas, que tienen por frontera las orillas, con un eco desmesurado. Como la propagación de un terremoto cuya resonancia alcanza remotos lugares, disociando el efecto de la causa; o el organismo vivo, que siente, con mayor o menor intensidad, el golpe o el daño en alguna de sus partes. Alguien dijo, refiriéndose a nuestro cuerpo, que suponemos sano cuando cada día algo nos duele en un sitio distinto.
Tal es la gran urbe, un enorme tejido único compuesto por millones de células independientes, o que se lo creen. Llega la onda a cada resquicio, aunque las supuestas terminales no identifiquen el epicentro. Sabemos que hubo fiestas por indicios: porque muchos restaurantes, hoteles y lugares de reunión albergan mayor número de gente, porque las calles se ven atestadas de vehículos y el embotellamiento de un sector afecta a los más alejados. No las anuncian la flauta y el tambor, ni la trompeta del pregonero y las autoridades municipales y autonómicas se empeñen. El aborigen, el nativo tiene su afán de cada día y ya pueden confeccionar el más complicado programa, que lo popular y notorio son las corridas de toros, desde el 11 de mayo al 4 de junio.
Sólo hay dos fuera de abono, la última y la del pasado 26, la de la Prensa, la única a la que asistí, por consideración de nuestra asociación con los periodistas ancianos. Ya desde Manuel Becerra se contempla la riada de gente que baja hasta la plaza, copando la explanada donde se encuentra. Por las nueve puertas entran los aficionados, entre los que se cuentan, cada vez en mayor número, las mujeres, que van en grupo, en parejas, o solas a contemplar el espectáculo.
Me gustan los toros como idea, como distracción y ceremonia, como torneo de valor y habilidades. También es hermoso el panorama de una apretada muchedumbre multicolor y veraniega que, al menos aquel día, colmaba a rebosar el recinto. Aún está el ruedo vacío y sobre la talanquera del 9 cuelgan, primorosamente doblados, los doce capotes de faena, que van a sustituir a los de paseo. Es la premonición. Sin apenas conocimientos superficiales, voy enhebrando observaciones: tres toreros, nueve banderilleros y vamos contando nueve monosabios, nueve areneros. Un toro ha sido devuelto a los corrales y salen, relucientes y rubios, nueve cabestros que se llevan mansamente al bicho para que lo acabe el matarife. Parece que el número mágico de la fiesta es el tres y sus múltiplos. Tres son los avisos para el diestro moroso. El sortilegio se quiebra con los picadores, hasta que advertimos que son dos, pero salen tres veces. El ritual es de sobra conocido para el buen aficionado y aviva la sorpresa del neófito.
A lo largo de la tarde hierve el rumor de la muchedumbre que sólo suspende el aliento cuando en el ruedo se hace presente el mayor riesgo. Durante unos segundos cesa el ruido y casi se escucha el choque del viento contra la muleta, a la hora de la verdad y el resoplido del toro. Aquel día caluroso, noté que los miles de abanicos que aleteaban bajo la canícula detenían su vaivén, pero enseguida se recupera un resuello de la muchedumbre, incluso repican algunos teléfonos móviles. Con el rabillo del ojo contemplaba el comportamiento gregario y el próximo. Dos gradas más abajo, un individuo ha encendido un cigarro puro, de la medida exacta para que durase hasta el último segundo, ahumando a su resignada pareja y a cuantos estábamos alrededor. Pienso que algún día habrá corridas para no fumadores. En el redondel el astado escarba y gazapea, produciendo la protesta casi inmediata de quienes ejercen el privilegio de protestar como algo incluido en el precio de la entrada. Inútil el derecho al pataleo sobre un suelo de granito. Por fin, lo que no debe faltar en corrida alguna: un toro es devuelto al corral, entre la satisfacción de los protestantes, supongo porque es un acto de participación directa del público, como su contrapartida, la concesión de la oreja. Pienso que sólo hay otro secreto deleite: que el animal salte la barrera y despeje el poblado callejón.
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