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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El nuevo orden de los economistas (I)

La mayor parte de las ciencias económicas se basa en conceptos establecidos a comienzos del siglo XX por el economista británico Alfred Marshall, que afirmó que "la naturaleza no da saltos". Pero los economistas nos encontramos cada vez más perturbados por la aparente incapacidad del juego de herramientas neomarshalliano que hemos construido para explicar nuestro mundo. El principal sesgo de estas herramientas es que deberíamos confiar en que el mercado va a solucionar los problemas que le planteemos, y que no deberíamos esperar que los pequeños cambios (o ni siquiera los grandes) tengan consecuencias inmensas. Un salto tecnológico que aumente los salarios de los preparados y los formados hará que otros se preparen y formen, restaurando el equilibrio de forma que la desigualdad no aumente demasiado. Por consiguiente, un país con baja productividad laboral se convertirá en un lugar atractivo para la inversión extranjera directa, y el consiguiente incremento del coeficiente trabajo-capital aumentará la productividad. Por donde miremos, usando las herramientas de Marshall, vemos al equilibrio económico devolver las cosas a la normalidad, compensando y atenuando los efectos de las conmociones y las perturbaciones.

Si hoy dividiéramos equitativamente lo que producimos, ¿obtendríamos un nivel de vida diez veces superior al de nuestros antepasados preindustriales?

La economía de Marshall ha resultado muy útil y ayudado a los economistas a dar sentido al mundo. Pero se tiene la sensación de que el progreso y el conocimiento exigen algo nuevo: una economía de círculos virtuosos, umbrales y efectos mariposa en los que pequeños cambios provocan grandes consecuencias. A lo mejor siempre ha sido así. En comparación con los niveles de hace varios siglos, vivimos en un mundo de increíble riqueza. Dentro de dos generaciones, la alfabetización humana será casi universal. Pero hace tres siglos también existía el progreso tecnológico, desde el reloj mecánico y el molino de agua, hasta el cañón y la carabela, pasando por las cepas de arroz que permiten obtener tres cosechas anuales en Guangzhou, y la cría de ovejas merinas que pueden darse en los montes de España. Pero estas innovaciones sólo sirvieron para aumentar la población humana, no para aumentar los niveles de vida medios.

Si hoy dividiéramos equitativamente lo que producimos en todo el mundo, ¿obtendríamos un nivel de vida diez veces superior al de nuestros antepasados preindustriales? ¿Veinte veces? ¿Cien? ¿Tiene siquiera sentido la pregunta? A David Landes le gusta contar la historia de Nathan Meyer Rothschild, el hombre más rico del mundo en la primera mitad del siglo XIX, muerto con menos de sesenta años por la infección de un absceso. Si le diéramos a elegir entre la vida que llevó siendo el príncipe de las finanzas de Europa o vivir hoy en un estrato bajo en la distribución de la renta, pero con treinta años más para ver a sus nietos, ¿qué escogería? No cabe duda de que hoy vivimos en un mundo extraordinariamente desigual. Hay familias cerca de Xian, el corazón de lo que fue el imperio de la dinastía Tang, que disponen de áridas explotaciones de trigo de 0,80 hectáreas y una sola cabra. Hay otras familias en todo el mundo que podrían comprar esa explotación triguera con el sueldo de un solo día.

J. Bradford DeLong es profesor de economía en la Universidad de California en Berkeley, y fue subsecretario del Tesoro durante la presidencia de Clinton.

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