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Columna
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Coleccionismo

La esencia del coleccionismo es misteriosa: alguien decide acumular objetos afines, similares pero a la vez muy distintos entre sí. No sirven las piezas idénticas: cada cual está obligada a la singularidad. Lo curioso es que, sea lo que sea lo que alguien decida coleccionar, y por extravagante que resulte el parámetro fijado para su colección, las posibilidades de adquisición de piezas son casi infinitas, lo que da idea de lo maravilloso que es el mundo: un lugar lleno de cachivaches, un inmenso bazar de cacharritos.

Un día cualquiera te levantas y te propones coleccionar, qué sé yo, ranas guitarristas, pongamos por caso, y no porque la decisión de coleccionar batracios músicos sea fruto de una revelación espontánea, de una iluminación caprichosa del entendimiento, sino porque un amigo tuvo la ocurrencia de regalarte una rana guitarrista y tú, de repente, tienes la ocurrencia de coleccionar ranas guitarristas: si tienes ya una rana guitarrista, ¿por qué no animarse a tener docenas de ranas guitarristas? En el coleccionismo, ese suele ser el detonante: el azar te hace dueño de un objeto estrafalario y tú decides ser dueño de montones de objetos estrafalarios similares a ese. Al poco de iniciar tu colección, te das cuenta de que, cuantas más piezas tienes, más te faltan, porque te has metido en una tarea inagotable, en una variante de la condena de Sísifo. De pronto, comprendes que hay miles de modelos de rana guitarrista, y que eso no tiene fin: en el mismo instante en que estás comprando una rana guitarrista de porcelana en Tenerife, hay un artesano de Méjico que está tallando en madera una rana guitarrista con sombrero de mariachi. La cadena de las ranas musicales se amplía a cada segundo, y tu afán coleccionista te obliga a vivir angustiado: has conseguido reunir 346 ranas guitarristas en dos años. Una big band de ranas guitarristas. Tu casa es la casa de las ranas meló-manas. Pero hay diseminadas por el mundo cientos de miles de ranas guitarristas. Aguardándote. Esperando que la casualidad te las ponga al alcance de la mano. Y dedicas unos minutos cada día a pensar en las ranas guitarristas, y algo más si tienes que quitarles el polvo. Las ranas guitarristas se han metido, en fin, en tu vida, forman parte de tu ilusión: las ranas. Con su guitarra. De todos los materiales y de todas las hechuras que puedan imaginarse e incluso que no pueden imaginarse: un amigo te ha dicho que en el escaparate de tal tienda ha visto una rana guitarrista que mueve el anca, rasgueando las cuerdas, y que además canta un bolero. Otro te dice que un amigo suyo se trajo de Tailandia una rana guitarrista que orina. Y así. Y tú con el ansia.

Cuando celebras tu cumpleaños, todo el mundo llega con una rana guitarrista envuelta en papel de colores. Todas distintas, aunque todas son ranas y todas tienen su guitarra, porque, de no ser así, no merecerían integrarse en tu colección, a pesar de que, en un momento de debilidad, decidieras colocar entre las ranas guitarristas aquella rana acordeonista que alguien te trajo de Buenos Aires y aquella rana trompetista de raza negra que alguien te trajo de Nueva Orleáns. Pequeñas concesiones, en fin. Ligeras heterodoxias. Y es que la vida es rara, con ranas o sin ellas. Pero con ranas más, por descontado.

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