Un mundo feliz
Que nueve de cada diez españoles estén felices con su trabajo debiera constituirse en una de las pruebas más llamativas del nivel de satisfacción y complacencia con la que el ciudadano contempla subjetivamente su existencia. Este pronunciamiento quiebra el tópico de extranjero sobre la histórica alergia de este país al trabajo y su gusto por la siesta, y echa por tierra el pesimismo histórico de nuestros abuelos ilustrados, que para emprender grandes operaciones de renovación industrial y manufacturera trajeron, de la mano de Olabide, a alemanes y polacos. Sólo se salvaban vascos y catalanes, y también había en ello tópicos. Esperemos que la encuesta no sirva como un argumento más de la patronal en la negociación de los convenios colectivos.
Pero esta información es también una prueba de lo mucho que hemos cambiado. Cuando se nos pregunta de uno en uno, hasta con el trabajo estamos contentos. Y me preocupa; me recuerda al mundo feliz de Huxley, esa sociedad que describe en su novela, formada por hombres predeterminados desde antes de su nacimiento fuera del útero materno. Algo falló en la gestación artificial del protagonista de Huxley y nació rarito, reflexivo, contestatario, infeliz; no sé si el autor reflejaba la mala relación que tenía con su padre, diputado laborista. Casi por orgullo patrio, teníamos que haber sido muchos más los que nos declaráramos infelices con el trabajo.
Somos ahora unos felicianos, hasta el trabajo es bueno; y si el trabajo es bueno, todo el mundo y todo es bueno, y podemos entonar a coro algo tan movilizador como el Vals de las Mariposas. Hasta los terroristas pueden ser buenos o pueden, al menos, escucharnos si le tendemos la mano; y nos la jugamos a pesar de que tendríamos que considerar algunas razones para ser prudentes. Los ilustrados se confundieron en algunas cosas, como que no nos gustaba el trabajo, pero en los fundamentos de su doctrina, no. Conjugando sus dos visiones sobre el hombre -la optimista, la de que el hombre en su estado salvaje es bueno; y la pesimista, que es lobo para sus congéneres-, evitaron los optimismos antropológicos y también los pesimismos absolutos. El optimismo sirve para alentar el cambio, para emprender el avance; el pesimismo, para hacerlo con prudencia. Por eso temo a los que son unilaterales en sus posturas. Ambas, por separado, son un peligro.
Yo no estoy feliz con mi trabajo, pero tiene cosas buenas; ni ante la vida, pero tiene cosas estupendas. Lo que me hace temer de tan resuelta y masiva declaración a favor del trabajo es que nos presenta como unos seres acríticos, serviles y manipulables, y me produce vértigo. ¿Tanto hemos cambiado en tan poco tiempo? ¿Dónde están aquellas insignes y enajenadas consignas del Primero de Mayo de que la crisis la pague el capital? Eran rebeldes, también optimistas, eran imposibles, pero mantenían la rebeldía a pesar de que, muy pronto, nuestro pesimismo nos llevara a contemplarlas como una estupidez. Ahora estamos abotargados en nuestra felicidad sin ver al toro ni los problemas surgir del chiquero. Nos las pueden dar todas.
Lloro por la rebeldía perdida, que los autores románticos extranjeros cargaron de falsos tópicos de los que, a falta de nada mejor, hasta nos enorgullecíamos. Hemos llegado a ser predecibles y buenos. Son los franceses, ahora, los contradictorios, los díscolos, los informales que van a votar "no" a su invento de Europa. Nosotros hacemos lo que se nos digan, aceptamos las manchas de los titulares y las prédicas de las ondas, trasladadas del púlpito a los micrófonos. Somos correctos hasta la pulcritud, nos suicidamos como los suecos y nos emborrachamos sólo los fines de semana, como los británicos en Benidorm. Nuestra extravagancia sólo es la de nuestros políticos, que pueden hacer lo que les dé la gana, parodiar a Cristo con la corona de espinas o a los falsos profetas; hasta la fe se ha convertido en razón de la política. Algo tendrá que haber, me dicen todos, para que el PSOE haya presentado ahora la resolución del diálogo con ETA.
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