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Columna
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Títeres

Los hay de trapo, del tamaño de un calcetín, y otros espigados y aristocráticos, con ropajes que recuerdan el linaje de un príncipe. Algunos se mueven equívocamente, a través de una varilla con la que su amo les impulsa desde debajo de una mesa cubierta, otros penden de hilos y unos terceros deben su existencia, como la de las sombras chinescas, a una luz crepuscular que dibuja su perfil sobre una pantalla. Todos, en suma, son juguetes de manos invisibles, de dedos que los manipulan al otro lado del telón y de los que el público no puede adivinar más que los gestos y las renuncias. El certamen de teatro de títeres y marionetas que se celebra anualmente en Sevilla nos otorga en esta edición una ventaja adicional: la de comprobar en qué se convierten esas criaturas de palo y seda una vez que la función ha concluido y la cortina se desploma sobre el escenario. Yo he contemplado ese espectáculo y sé cómo se comportan los títeres en la intimidad: a qué quedan reducidos una vez que los brazos que les dan aliento se retiran y sus cuerpos se entregan a la inercia. Las personas que en estos días visiten el Teatro Alameda y circulen por su sala de exposiciones presenciarán lo que a mí se me concedió en Praga, en otro local parecido donde el tiempo había apulgarado las molduras y las butacas no eran tan rojas como en los prospectos; decenas de esqueletos de madera tendidos sobre las paredes, sumidos en un letargo unánime, con las cabezas reposando en una almohada imposible y los ojos fijos en un punto que nadie puede calcular. A la gran mayoría de los curiosos simplemente les resultaron mascotas sin vida; yo detecté en ellos la energía latente y reconcentrada del boxeador que se prepara antes de subir al cuadrilátero, de la bailarina que tonifica sus rodillas contra la barra, delante de una galería de espejos que traslada su gimnasia al infinito.

Una amiga mía teme las estatuas, y siempre que visita un museo se vuelve desconfiadamente a espiar sobre su hombro, con la sospecha de que los atletas de mármol aprovechan su distracción para alterar la mueca de concentración de su rostro o adelantar una pierna. Cuando me asomo a los ojos de un maniquí experimento la misma inquietud: la de entender que uno no está solo, la de intuir que la noche y el insomnio pertenecen también a estos seres que observan cómo la gente regresa a sus casas desde el vidrio del escaparate. Sobre el edredón de la habitación de la niña, las muñecas y los peluches ven acumularse el polvo en las estanterías, y tal vez fantasean con estancias mejor acondicionadas donde no tengan que compartir espacio con balones y carteras. Ante los títeres, me asalta la misma amalgama de solidaridad y alarma; no acabamos de creer que cuando descienden de la tarima se conviertan en herramientas muertas y compartan el sueño mineral de las rocas y los astros, que no oigan ni sufran pesadillas. De algún modo, a pesar de que las releguen a sus perchas, las marionetas respiran y vigilan, están vivas, son humanas. De algún modo, también nosotros somos marionetas: quién no ha presentido en alguna ocasión que sus actos no le pertenecen, que son la consecuencia de una mano que tira de un hilo desde lo alto y nos hace emplazar la pieza en la casilla errónea, bajo la amenaza de la reina enemiga que está a punto de avanzar.

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