Después de Casablanca
Yo soy un moro judío viviendo entre los cristianos, es decir, un español, un madrileño cualquiera. No creo que pueda presumir de pureza de raza, ni se me espera. De mis impurezas vengo a mis impurezas voy. Y no me duele. España ya duele menos, será cosa del talante, del diálogo y de los renglones torcidos que tiene la convivencia. En compañía de impuros, con algunas incrustaciones de radicalidad, he pasado dos noches, con sus días, en Casablanca. No en aquella del café de Bogart e Ingrid Bergman, sino en la de verdad. En la que conoció la zarpa del terrorismo, las bombas ciegas del fanatismo que hace dos años mataron a moros, judíos, cristianos o agnósticos. Escritores, cineastas, periodistas, políticos, pintores o jueces estuvimos en hermandad con una ciudad, con un pueblo que también pretende construir un futuro con menos barbarie, con más democracia. El camino es largo, tiene dificultades -muchas más para nuestros vecinos marroquíes-, pero no es un túnel sin salida. Además de la solidaridad entre dos ciudades que conocen el espanto ciudadano del terrorismo, también tuvimos tiempo para buscar las huellas de un café que nunca existió. Y lo encontramos. Sí, existe un café de Rick, pero sin Rick. Existe un decorado de un bar al estilo de la película tan falso como en la irrealidad del cine. No importa, los mitómanos cinéfilos sabemos hacer abstracción de la realidad. Sabemos beber los whiskys como si estuviéramos escuchando a Sam tocando El tiempo pasa. Cuando entramos en el café sonaban canciones que bailaron Fred Astaire y Ginger Rogers. Nada que ver con la realidad exterior que tienen otras músicas, otros problemas, pero durante unos momentos en aquel bar la ficción de la vida era como en un baile elegante, una melodía para enamorados, que nos permitía eso tan necesario de la evasión de la realidad. José Luis Cuerda, uno de nuestros impuros y radicales acompañantes, confesó que él en pleno franquismo había pensado hacer un corto que sólo fuera eso. Una canción de Fred Astaire con beso y final feliz. Nunca lo hizo porque entonces parecía una provocación a sus rojos compañeros de viaje. Ahora tampoco piensa rodar aquella historia. Tiene otras que le esperan; entre otras, la propia historia familiar. Tan curiosa y extravagante como la más imaginativa de sus películas. Hace años intentó hacer el guión en compañía de Rafael Azcona y la realidad parecía tan esperpéntica que aparcaron el proyecto. Muchos estamos deseando que lo vuelva a intentar. ¡Ese padre!, uno de los míticos jugadores de póquer en los tiempos de prohibición. Y ese Madrid, tan oficialmente moralista y tan tramposo en su doble vida, le sigue esperando.
Gozamos y compartimos comidas y bebidas con nuestros colegas marroquíes. Reivindicamos al moro que llevamos dentro con los inteligentes recuerdos de José Monleón, que pasó de sus recuerdos valencianos de las fiestas de moros y cristianos a la realidad de tantos moros llegando a este lado del Occidente a bordo en una patera con la ingenua ilusión de encontrar un paraíso que ya no es lo que era. Los paraísos son como el café de Rick, falsos. Aunque algunos estén mejor decorados que otros.
Había que celebrar el día mundial de los museos. Yo lo hice viendo gratis la exposición de Caneja en el Reina Sofía -no se la pierdan aunque sea pagando- y allí recordé una de las más hermosas historias de amor que conozco. La del gran pintor castellano, palentino, y su mujer. Después de prisiones varias, del hambre en el penal de Ocaña, Caneja paseaba su estrenada libertad por la calle de Bravo Murillo. En un restaurante se exhibía un flamante pollo asado en el escaparate. El pintor se quedó extasiado como ante un cuadro de Arcimboldo. Un manjar que estaba fuera de su alcance. Su novia se percató de la expresión de deseo que ante aquel pollo ponía su enamorado y pensó una solución. Al día siguiente le comunicó que le invitaba a comerse cual Carpanta enamorado aquel lujoso pollo. Ella se había extraído unas muelas de oro, con aquellos gramos se fue a una casa de compraventa del precioso mineral y consiguió el dinero para celebrarlo ante un verdadero pollo asado, ensalada y vino. Todo un festín.
En la exposición me encontré a Eugenio Suárez, periodista imprescindible de nuestros sucesos, nuestros sábados y otras ilustraciones. Eugenio, que estuvo en bando contrario que Caneja, acaba de publicar unas memorias en las que ni disimula, ni se calla lo suyo ni lo de los demás. Fascista, censor, belicoso, vividor, ganador y perdedor. Todo eso, y muchas cosas más, fue el creador de El Caso, de Sábado Gráfico y de otras aventuras de nuestra historia del periodismo. Para irse al Berlín nazi dejó su puesto de censor a Cela. Para hacerse un hueco en el periodismo tuvo que luchar contra franquistas en el poder como Gabriel Arias Salgado. Increíble pero cierto lo que, el entonces joven político del franquismo, le contó, al también joven periodista y todavía no desfascistado Suárez, con permiso de publicación: "El ejército de Hitler posee aún muchas bazas y suficiente fuerza para destruir a los Aliados, cuya retaguardia está corrompida moralmente... Pero tiene perdida la guerra por otra causa... Lo sé de buena fuente: Stalin se comunica con el diablo a través de un pozo en los Urales. Es el demonio quien le inspira y apoya. Comprenderás que contra eso no pueden hacer nada las potencias humanas". Lo decía en serio. No le tomaba el pelo. Aquel alucinado político no cayó en desgracia, no, fue prosperando con el régimen. Creo que el escándalo con Viridiana, la permitida y después prohibida película de Buñuel, fue el causante de su derrota final.
Ya no hay políticos como aquellos. Yo creo que ni los últimos puritanos de Ávila, por ejemplo, son así. ¡Vaya tropa! Como le dijo años después Suárez al mismo Arias Salgado en un encontronazo censor por su famoso periódico de sucesos: ¡Y para esto hemos muerto un millón de españoles!
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