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La democracia y el cambio climático

Con el mismo tono e intención con el que siempre hemos dicho "con las cosas de comer no se juega", se repite cada vez con más frecuencia y a propósito de más asuntos la frase "eso es mejor dejarlo fuera de la disputa política". Porque los asuntos que se recomienda escamotear al debate democrático son los más importantes. Implícitamente parecemos asumir que las instituciones diseñadas para resolver los retos de la vida compartida no responden a su designio. En cierto modo, se podría decir que los problemas importantes son aquellos que no se pueden resolver mediante la democracia. Lo que empezó como un diagnóstico es hoy casi una definición: un problema colectivo importante es aquel que no se puede resolver mediante la democracia.

Por detrás de esa convicción, seguramente, se esconden el corporativismo de clases políticas poco dispuestas a complicarse la vida o, aún peor, poderes no sometidos a controles democráticos que quieren encargarse ellos de la gestión -o de la falta de gestión- de los asuntos públicos. Pero hay algo más. Hay dificultades de nuestras democracias para enfrentarse a problemas que tienen que ver con el largo plazo de las sociedades humanas. El ejemplo del cambio climático no es el menos importante.

En un interesante informe, el National Research Council (NRC), que forma parte de la National Academy of Sciences norteamericana, sembraba algunas dudas sobre los modelos de cambio climático comúnmente aceptados, según los cuales, a no tardar se producirán importantes modificaciones en las condiciones de vida en el planeta. Le parecían demasiado optimistas. Entre los escenarios que no se contemplan, y que otros modelos más afinados predecían, se incluye un deshielo de los casquetes polares que tendría como consecuencia, además de la elevación del nivel del mar, una alteración en las corrientes marinas que desencadenaría bruscos cambios climáticos en determinadas regiones -en el Atlántico Norte- en dirección contraria al previsible calentamiento, y que se traduciría, por ejemplo, en inviernos "dos veces más fríos que los peores inviernos de los que tenemos registros".

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Por supuesto, no faltan quienes discuten las predicciones, en particular nuestra capacidad para asignar probabilidades a los diversos escenarios o la base informativa de los modelos, el registro de temperaturas disponible. Sus dudas no están desprovistas de fundamento. Es cierto que la información es limitada y parcial. Pero es la que tenemos y, sobre todo, es la que podemos tener. Como ha escrito uno de los estudiosos del asunto, nuestra situación con respecto al cambio climático es como la de un entrenador que tiene que emitir su juicio acerca de las posibilidades de un joven atleta: su rendimiento hasta hoy es la única información a la que podrá acceder.

En todo caso, no está de más saber que, además de los registros empíricos, disponemos de fundamentos teóricos para basar nuestros juicios. Nadie discute informadamente que, ceteris paribus, una mayor concentración de moléculas de gases invernadero en la atmósfera produce un aumento de la temperatura y que los humanos tenemos mucho que ver con ello. Sin olvidar que las incertidumbres, que existen, también se dan para peor y no es descartable que el cambio climático esté seriamente infravalorado.

Hasta aquí lo razonablemente establecido. Inmediatamente después empiezan las discrepancias acerca de qué hacer, el terreno de la política. En el parecer de algunos, resulta más complicado resolver el problema que convivir con él. Los costes de embridar la maquinaria social serían mayores que los beneficios, nos vienen a decir. De modo que resultaría mejor adaptarse que eliminar o reducir radicalmente las emisiones. Una opinión discutida por quienes cuestionan, entre otras cosas, la pertinencia de los análisis coste-beneficio en estos asuntos; bien sea porque no se sabe cómo determinar lo que cuestan -el precio de- procesos irreversibles o bienes que no tienen sustitutos imaginables, bien porque no hay modo de determinar los beneficios cuando los hipotéticos beneficiarios, las futuras generaciones, no están presentes hoy en el mercado para hacer valer sus demandas, para que los precios nos transmitan alguna información acerca de sus preferencias.

Se discuten las herramientas analíticas y también los supuestos. Porque hay algo de profecía autocumplidora en el punto de vista de quienes creen que ralentizar la máquina es imposible. Si hoy resulta más difícil cumplir los acuerdos de Kioto que hace diez años, entre otras razones, es porque entonces se consideró que era muy difícil cumplirlos. Esa conducta vendría a ser tan irracional como la de quien no hace más que repetirse que no puede olvidar que su amante lo ha abandonado. Su comportamiento confirma su juicio y, a la vez, aleja la solución de su problema. Por lo demás, la estrategia paliativa parece asumir que siempre estaremos en condiciones de adaptarnos, de atinar en las respuestas, y eso no es cosa segura cuando estamos disparando a un blanco móvil, a un escenario cada vez más errático en virtud de nuestra propia decisión de no echar el freno.

Sea como sea, sea para modificar su comportamiento, sea para asumir los costes de las reparaciones, la pregunta es quién tiene la obligación de actuar. Y aquí la controversia es escasa: los países desarrollados. Por dos tipos de razones: porque son los que, a lo largo de su historia, han contaminado -y se han beneficiado- más y, también, porque, en el presente, son los que más uso hacen de un recurso limitado que no es patrimonio suyo. No faltan discrepancias acerca de cómo asignar las futuras emisiones, pero, en todo caso, parece razonable repartirlo de modo igualitario y atendiendo a su para qué, pues parece más justificado el uso de los recursos en bienes básicos que en afeites o abalorios.

Como se puede ver, las implicaciones no son despreciables. Afectan radicalmente a nuestras condiciones de vida, comprometen disputas ideológicas y de valores fundamentales (propiedad, libertad, igualdad, responsabilidad) y requieren respuestas políticas e institucionales. Respuestas no escamoteables. Porque no cabe mirar hacia otro lado y silbar. Consideraciones elementales de racionalidad práctica nos recuerdan que cuando los problemas son de mucha envergadura, incluso aunque su probabilidad sea baja, debemos asumir estrategias prudenciales y prevenirnos contra la peor hipótesis. Por eso nos tomamos en serio las probabilidades de accidente en las centrales nucleares y por eso en los laboratorios no jugamos a los dados con el genoma de los virus.

Frente a estos retos debemos calibrar nuestras instituciones. Entre ellas, en primer lugar, a las dos que, por elección o inercia histórica, parecen encargadas de resolver los procesos colectivos: el mercado y la democracia. En estos asuntos el mercado, al menos tal y como lo conocemos, parece más problema que solución y casi todo el mundo lo da por perdido. Sus entusiastas, en el mejor de los casos, cuando intentan defenderlo apelan a sofisticadas teorías cuya realización material nadie que no sea un iluminado se puede creer. Lo común es aceptarlo como un mecanismo razonablemente eficaz para coordinar la maquinaria económica y confiar en que las instituciones políticas se encarguen de controlar sus desafueros. Ahí es donde la mirada se vuelve hacia la democracia.

Desdichadamente, no parece que ésta cumpla su función. Los problemas no aparecen y, si aparecen, se ignoran. Tal como están configurados los mercados políticos resulta inimaginable que pueda tener opciones un partido que reclame un cambio radical en los modos de vida en nombre de unos beneficios que caerán en la cuenta de gentes que no han nacido o que no conoce. Sobre todo cuando los ciudadanos no ignoran que de nada servirá su cambio de comportamiento mientras los otros países no hagan lo mismo. De modo que los políticos tienen pocos incentivos para exhibir problemas a los que ni en el improbable caso de que sus votantes les hagan caso pueden ofrecer soluciones. En realidad, en esas condiciones la competencia política no ayuda a decantar a los mejores servidores públicos, a quienes se empeñan en abordar problemas importantes. Más bien lo contrario: no faltan razones teóricas ni evidencia empírica para pensar que entre los que pasan los filtros abundan los que marean la perdiz y los que ceban y viven de falsos problemas.

Así las cosas, no ha de extrañar que quienes no ignoran los retos hagan propuestas que, de un modo u otro, debilitan el ideal democrático. Por ejemplo, una de las discutidas entre académicos consiste en ponderar el voto de los ciudadanos por su esperanza de vida, de tal modo que el de un anciano cuente menos que el de un joven: se concede mayor peso a aquellos que, en principio, tienen más interés en que la cosa siga. Antes de echarse las manos a la cabeza conviene recordar que es práctica común conceder más peso a los votos rurales que los urbanos. Generalmente, por razones menos honrosas.

Por supuesto, la democracia se puede defender por otras razones. Los más cínicos dirán que ayuda a entretener las escasas fantasías públicas de los ciudadanos. Los más confiados, que, por lo menos, nos permite penalizar a los peores gestores. Afortunadamente, quedan algunas más.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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