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Naturaleza, cultura y "lucha ideológica"

Hubo en tiempos un término del lenguaje político, "lucha ideológica", hoy prácticamente abandonado. Propio de la izquierda de filiación marxista, "lucha ideológica" no era equivalente a "agitación y propaganda", usualmente referido por su apócope, "Agitprop". Porque pretendía nombrar un tipo de actividad, ligada también a la intervención política, pero de más hondo calado. Aludía a la necesidad de persuadir sobre lo conveniente de otra forma de vida, de convencer sobre cómo muchos de los males que padecía la humanidad podían resolverse trasformando radicalmente las sociedades. Pero también convocaba a explicar los engaños, las mistificaciones de los que defendían el sistema establecido. Hoy ese término nos parece caduco, dados algunos de los supuestos que le daban sentido. De entre todos ellos había dos especialmente errados: que bastaría reorganizar la producción de mercancías, y las relaciones que los hombres involuntariamente contraían en ella, para alcanzar la nueva sociedad; y que el nuevo modelo de organización social acabaría ineluctablemente imponiéndose en todo el planeta.

Sin embargo, de otra manera, aquello a lo que apelaba el famoso término sigue vigente. Pues la actual situación de nuestro país pone claramente de manifiesto que la acción política necesita de una actividad específica, más general, de persuasión y también de crítica. Es decir, ahora que muchas políticas del gobierno inciden directamente sobre diferentes concepciones del mundo (que eso es lo que mentaba el término "ideología"), es urgente ofrecer el marco de sentido donde aquéllas se inscriben. Porque una cosa es denunciar una corruptela o destinar una mayor cuantía del presupuesto aquí o allá; y otra, de muy distinta trascendencia, proponer ordenamientos que asuman distintas formas de matrimonio y de familia, que controlen el monopolio estatal de la violencia en caso de intervención exterior, o que activen las políticas de género. Qué duda cabe que dedicar mayor parte del presupuesto a la instrucción o a la sanidad públicas indica mucho respecto de cómo se entiende el bienestar de la ciudadanía. Pero tampoco cabe duda de que estas últimas iniciativas implican, además de un ordenamiento innovador, transformaciones profundas de nuestro concepto de humanidad. Así, cuando notables representantes de la derecha y de la iglesia católica afirman que estamos ante una revolución antropológica, hay que darles la razón, porque es cierto. En cualquier caso, una revolución que es anterior respecto de los cambios legislativos que pretenden traducirla en nuevos derechos y garantías.

La única diferencia es que a ellos les parece mal y a otros, cuantos más seamos mejor, nos parece estupendo. Por cierto que no es la única revolución antropológica que en la historia ha habido y habrá. Hay muchos ejemplos: cuando Europa descubrió América y se puso en contacto con unas poblaciones no previstas, cuando el geocentrismo fue sustituido por el heliocentrismo, con ocasión de la disolución del viejo régimen y el sistema de privilegios de la sociedad estamental, al hilo de la teoría evolucionista de las especies incluido el hombre, de las luchas en pro de la abolición de la esclavitud o de la emancipación de la mujer... todos estos hechos y otros menos aparentes, pero no de menor importancia, han supuesto sucesivas revoluciones antropológicas; es decir, cambios profundos en nuestra concepción de lo humano.

También ahora deben criticarse otras mistificaciones. Presentar unas opciones como "naturales", o de "acuerdo con la naturaleza", no es más que un subterfugio para mermar la libertad de elección y eternizar lo que sólo es inmutable para quienes así las presentan. Pues los fenómenos naturales siempre tienen la característica de lo universal y necesario -legíslese cuanto se quiera que la ley de la gravedad regirá impávida-, mientras que los fenómenos que atañen a la dimensión política y social de lo humano son variables, construcciones históricas contingentes, artificios que los hombres han inventado para lidiar, ahora sí, con la naturaleza. A esa progresiva sofisticación se le ha llamado, en sentido general, civilización.

Porque hay una paradoja en lo que dicen estos defensores de lo establecido: por un lado, insisten en que ciertas cosas son como son y quieren otorgarles el carácter necesario de lo natural; pero por otro lado, ellos mismos hablan de revolución, lo cual implica aceptar que son mudables según la acción y voluntad colectivas. Quizá el caso más fácil de visualizar sea lo que se afirma respecto al matrimonio y la familia. Insisten en que tienen una sola forma "acorde con la naturaleza" que ahora se quiere degradar y corromper. Pues bien, desde su aparición como disciplina académica la antropología ha censado y estudiado una variedad ingente de formas de matrimonio, familia y sistemas de parentesco. Hasta el punto de admitir, suele ser el comienzo de los capítulos al respecto, que de "familia" y "matrimonio" no puede darse una definición unívoca y rigurosa. Permítanme una cita de la voz "familia" del Diccionario de Etnología y Antropología, en el que participan más de doscientos antropólogos de las más prestigiosas instituciones académicas de Europa y América bajo la dirección de P. Bonte y M. Izard, publicado en 1991 por Presses Universitaires de France (hay traducción en Akal, 1996): "Si la unión estable y reconocida de un hombre y de una mujer no existe en todas partes según la forma general que conocemos, es que no se trata de una exigencia natural. Por otra parte, no hay nada fundamentado biológicamente en la institución, ni siquiera la relación madre-hijos (la madre biológica no amamanta y educa a sus propios hijos en todas partes). El sexo, la identidad de los compañeros, la paternidad fisiológica, no son exigencias absolutas. Lo que cuenta es la legalidad, es decir, un rasgo no natural, sino eminentemente social". Es obvio, por las fechas, que al elaborar su estudio no pretendían defender la iniciativa del actual gobierno.

Nicolás Sánchez Durá es profesor del departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de València.

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