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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Destruir, dijo ella

Marcos Ordóñez

Hedda Gabler, con Isabelle Huppert, en el Lliure, dos funciones, llenazo absoluto e incluso reventa, hacía siglos que no veía eso. La Huppert estuvo hará un par de años en el festival Temporada Alta, extraordinaria en 4.48 Psychosis, pero, en fin, el mensaje de náufrago de Sarah Kane era muy afilado y Hedda Gabler, qué quieres, es un pedazo de clásico, ahí vas más sobre seguro, aunque lo cierto es que a este lado del paraíso se ha hecho muy poco esta función. No sé qué decirles, yo me he reído mucho con Hedda Gabler. Si estuviera en una reunión de productores y tuviera que vender un guión sobre Hedda Gabler en dos frases diría: es la historia de un personaje de Coward que se va a vivir a una obra de Ibsen y acaba convertida en un personaje de Strindberg. Chabrol sería el director ideal, claro. Para los créditos elegiría, cómo no, Hedda Gabler, de John Cale, que ya tuvo una intuición similar: su canción empezaba, muy à la Coward, con un verso que es todo un retrato, "A very funny face / tired of the human race". La ironía de Ibsen podría arrancar en el título, el nombre y apellido de la chica, porque eso es justamente lo que ella no puede ser: fue la hija del general Gabler, fue Hedda brevemente, cuando se enamoró del byroniano Lovborg, y ahora está condenada a ser la señora Tesman. Algunos hombres, como el consejero Brack, siguen llamándola Hedda Gabler, pero es casi un insulto, un nombre del pasado, irrecuperable, algo así como que te llamen Buffalo Bill cuando ya no puedes sostener una pistola, de ahí el final de la obra: un padre ibseniano no lega pistolas en vano, pareado.

A propósito de Hedda Gabler, con Isabelle Huppert, en el Lliure, de Barcelona

El viaje de bodas de Hedda ha sido un viaje de estudios para Tesman. Cuando llegan a la casa, Hedda puede optar por la vía Bovary o la vía Yago, y elige el segundo modelo, con unas gotas de Lejía Medea. Si no puedo ser, destruyo. Si no puedo tener, destruyo. Si no puedo desear, destruyo. Es un bovarismo a lo bestia, en cierto modo. Hace lo que hace para agitar las aguas y hundirse en ellas. El final es tronchante, porque su plan de controladora de destinos le sale fatal: el manuscrito quemado, la gran muerte soñada de Lovborg, todo se convierte en un melodrama grotesco, casi una broma negra sobre los absolutos románticos. Como si Ibsen le estuviera diciendo: demasiadas ínfulas, señorita Gabler; demasiado Nietzsche mal digerido. Isabelle Huppert no interpreta a Hedda como una heroína trágica, ni como una histérica hiperborde, que es como suelen presentárnosla desde que Fiona Shaw la hizo a las órdenes de Deborah Warner. Cuando la Shaw volvía del viaje de bodas ya estaba que se comía las paredes y pateaba los muebles. La Hedda de Huppert está asqueadita, pero el tono sarcástico de sus réplicas es muy cowardiano. Hedda quería vivir en Historias de Filadelfia, y a lo mejor tomó al pobre Tesman por James Stewart, que hubiera estado muy bien en el papel. Y la Hepburn en el de Hedda, claro. El pelaje Coward le vuelve a salir a Hedda en su encuentro a solas con el consejero Brack. Esa química, ese jugueteo sofisticado es uno de los mejores momentos del espectáculo. El espectáculo, digámoslo claro, es la Huppert. Y algún momento, como ése, de Jean-Marie Winling, y algún otro de Cristophe Grégoire como Lovborg. Luego está Pascal Bongard, condenado a interpretar a Tesman como un cenutrio de dimensiones abisales, y Elisabetta Pogliani, una jovencísima tía Julia, que habla como si Tesman fuera duro de oído, y Norah Krief (Thea), a la que parecen haber vestido en la sección de saldos de La Samaritaine y encorsetado en el rol de pobriña. Yo me resisto a creer que la Huppert sea una de esas divas que se rodean de actores medianos para brillar más. Parece demasiado inteligente, con lo cual habría que cargarle el mochuelo al director, a Lacascade. La escenografía, a medias entre sala de espera de un banco finlandés y night-club moderno en las afueras de Zanzíbar, tampoco ayuda. Ni la iluminación de velatorio. Ni la extraña disposición de las figuras. A la derecha hay gente que habla y tarda mucho en ir de un sofá a otro, tarea vana porque parecen igualmente escarpados. A la izquierda está la Huppert, que no para quieta. Se masajea el tobillo, se enrosca y desenrosca un rizo, se frota la nuca, carraspea, tose, se apoya en una sola pierna. Y lo maravilloso es que no resulta insoportable, todo lo contrario. Es el absoluto centro de atención, no sólo porque sea guapa y vaya bien vestida, aunque eso también juega. Su estilo, su manera de interpretar a Hedda es algo rarísimo, que quizá podría definirse como "método trascendido". Como si se hubiera tirado diez años con Strasberg y luego la hubiera tomado Brook en sus manos para limpiarla. Hay una especie de centrifugado, de tranquilización de los tics del método. Es un trabajo muy técnico, al servicio de la neurosis del personaje, pero que fluye con una naturalidad pasmosa. No quisiera restarle méritos a Lacascade, que algo habrá tenido que ver en ese logro, pero ya lo había percibido antes, cuando la vi haciendo el dificilísimo monólogo de Sarah Kane, y allí la dirigía Claude Régy. No es lo que suele llamarse una actriz "orgánica". No, tampoco es eso. Hasta el menor gesto parece calculado al milímetro, pero surge natural y estilizado al mismo tiempo. Madeleine Renaud, por ejemplo, era algo así. La superdiva y la antidiva a la vez., con jeans y con traje de noche, la muchacha que puede tener cualquier edad. Y tampoco quisiera rebajar su trabajo, aunque intuyo que brota de una especial disposición del temperamento. Tendría que ver más funciones suyas para tratar de apresar esa cualidad, el oscuro perfume de las bestias inexplicables.

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