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El moscoforo de Dios

Antonio Elorza

La elección del cardenal Joseph Ratzinger como nuevo Papa ha suscitado los comentarios que cabía esperar a la vista de su fuerte personalidad. Desde el mundo exterior al catolicismo, imperó la desconfianza ante quien asumía implícitamente en uno de sus libros, el llamado Informe Ratzinger, que le calificasen de Panzer-Kardinal. En medios católicos conservadores, según pudo observarse en nuestra prensa de ese signo, el nombramiento suscitó, en cambio, el entusiasmo. En efecto, la movilización de los creyentes tradicionales, que tan eficazmente impulsara Juan Pablo II, iba a verse confirmada, y aun fortalecida con el énfasis puesto por su colaborador en la exaltación de la ortodoxia. La división de opiniones caracterizó, en fin, a lo que queda de catolicismo conciliar. Algunos insistieron, por mencionar lo reflejado en estas mismas páginas, en la formidable capacidad del hoy Benedicto XVI como teólogo, así como en la riqueza de su personalidad; otros, con la cautela en la pluma, prefirieron apuntar a los principales problemas que tiene planteados la Iglesia, a modo de otros tantos "retos" que el nuevo pontífice debe encarar.

Lo que nadie debe esperar del papa Ratzinger es que una vez llegado al cargo se conforme con envolver sus ideas en un manto de moderación. "El Señor, afirmó en su misa del 20 de abril, me ha querido "piedra" en la que todos se apoyen de forma segura". El cerco de los lobos no afectará a su firme voluntad de servicio. La reacción inmediata del Vaticano ante el anuncio de la ley sobre el matrimonio de homosexuales constituye un signo inequívoco de los nuevos tiempos. Desde su visión cristocéntrica, al ser imposible hoy el ejercicio de la plenitudo potestatis, la plenitud del poder reivindicada por el papado en la Edad Media, el mandato de la Iglesia interpela a los creyentes, aspirando a prevalecer sobre las disposiciones del poder legítimo del Estado. Es una buena piedra de toque para comprobar hasta qué punto nos encontramos ante un ensayo de consolidación hierocrática y cómo las interpretaciones de Joseph Ratzinger modifican, en ese sentido, las palabras del Evangelio. La célebre máxima del "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", que tanto irrita a los fundamentalistas religiosos, y en especial a los islámicos, ve roto su equilibrio interno. Al emperador, en palabras de nuestro teólogo, le es debida "lealtad, pero una lealtad crítica"; "el mundo de Dios es absoluto, mientras que no es absoluto el Estado". Cuestión resuelta, siempre sobre la base de contraponer lo absoluto y perfecto, el orden de la verdadera religión, y el espacio de la imperfección, correspondiente a las acciones humanas, en las cuales están comprendidas la propia esencia del Estado y las formas políticas, con la democracia en primer plano. Todo rechazo de esa absolutización de la esfera religiosa, en la cual se integra el principio supremo de Verdad, supone incurrir en el peor de los males a la hora de abordar el conocimiento: el "relativismo". El pluralismo de opiniones lleva siempre al error. El hombre, si se empeña en construir un mundo a partir de su propia razón, al margen de la luz divina, se convierte en el "antidiós". Nos encontramos a un paso de los defensores islámicos, como Sayyid Qutb, de la soberanía de Dios, contrapuesta a la ignorancia del hombre que intenta afirmar su autonomía. Ninguna explicación mejor que la del actual Papa en el libro de conversaciones que tal vez resuma con mayor claridad sus planteamientos, Dios y el mundo, que acaba de ser reeditado por Galaxia-Gutenberg: "Es la paradoja interna del ser humano. Está llamado a lo más grande, pero su libertad puede convertir en una verdadera amenaza la otra tentación: querer ser grande y oponerse a Dios, convirtiéndose en un antidiós. Esta amenaza puede provocar su caída y transformarlo en un demonio destructivo". Ni más, ni menos. La sombra del pecado planea en todo momento sobre la existencia humana, de acuerdo con la formulación del Catecismo por él coordinado: "Por el pecado de nuestros primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre". En suma, Ratzinger no es un fundamentalista, ni un integrista, sino simplemente un reaccionario moderno, enfrentado con el concepto de libertad al cual ve ante todo como causa de perdición, en la línea de nuestro Donoso Cortés.

El núcleo de su pensamiento es bien sencillo. Dios es la perfecta alteridad respecto del hombre, ese Absoluto Otro, cuya luz se proyecta sobre el hombre ofreciéndole la Verdad, con mayúsculas, si bien no de modo directo, ya que, de acuerdo con el encargo dado a Pedro, esa Verdad, contenida en las Sagradas Escrituras, sólo es accesible a la fundación privilegiada de Cristo, la Iglesia, la cual, por su origen y su misión divina, se inscribe asimismo en la esfera de lo absoluto. Los problemas de "crítica textual" o de análisis de vocación científica sobre la Biblia no cuentan para nuestro autor. La validez de los textos bíblicos es plena -pasemos por alto pequeñas cosas, tales como la lógica de exterminio que Yavé impone con frecuencia en el Antiguo Testamento-, y toca a la Iglesia, y dentro de ella a los órganos competentes, fijar la interpretación correcta. De ahí la centralidad de la Congregación para la Doctrina de la Fe que él mismo presidiera a lo largo de casi un cuarto de siglo. Algunas voces críticas, y recordamos en particular un comentario aparecido en el diario Libération, han asociado la dureza de la construcción doctrinal de Ratzinger con su experiencia juvenil hitleriana. Ahora bien, esta asociación resulta injusta, ya que en múltiples ocasiones el Papa ha fijado sus distancias frente a un régimen nazi al cual asigna la condición de diabólico. No resulta, sin embargo, aventurado proponer que la articulación de su pensamiento en torno a un tríptico cargado de autoridad -una Iglesia, un Papa, una Verdad- tiene posiblemente mucho que ver con su periodo de formación, según un mecanismo de transferencia de las estructuras mentales.

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La mencionada simplificación homogeneizadora tiene por referente general la Biblia, de acuerdo con la discutible propuesta de que su validez se extiende al conjunto de ambos Testamentos, busca con gran frecuencia citas de legitimación en los Evangelios, pero sobre todo encuentra sus raíces en la primera codificación autoritaria del cristianismo: las epístolas de San Pablo.

Los cabos sueltos en el mensaje evangélico acerca de la relación del creyente con el poder, así como la atención preferente hacia quienes llamaríamos los perdedores de la tierra, son sustituidos por una construcción piramidal, con el "Señor Jesús" de los escritos paulinos en el vértice, el mismo Dominus Jesús que preside su declaración del año 2000 sobre la "universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia". De ese poder absoluto, vía Espíritu Santo, procede la única Verdad absoluta, y resulta legitimado el ejercicio de la plena autoridad que corresponde a la Iglesia. Si a través de ella la divinidad ofrece "la verdad completa", al creyente le corresponde "la obediencia en la fe". Donde para el Concilio en la Iglesia católica "subsiste" el legado de San Pedro, para Ratzinger "es", representa en exclusiva su mensaje. La Iglesia se convierte en el bastión de una ortodoxia, y no en un instrumento de proyección del mensaje cristiano sobre los problemas del mundo. Los obispos, advierte, no deben reducirse al papel de "agentes sociales". Tampoco resulta entonces extraño que su preferencia se oriente hacia movimientos minoritarios e intransigentes, del tipo Comunión y Liberación. O del Opus Dei, que le sirve de ejemplo para mostrar que el bien no es producto de la actuación consciente del hombre, sino de quien asume el papel de simple instrumento de Dios. Como en otros planteamientos similares, la hierocracia se apoya sobre el teísmo, la creencia en una permanente intervención de Dios en los asuntos humanos.

Desconfianza ante la libertad, desconfianza ante la razón humana. Ratzinger acepta la Ilustración, si bien "como una espina en el cuerpo". No admite que el razonamiento autónomo, si no es guiado por el Espíritu Santo, vía la Iglesia, lleve al conocimiento de la verdad. Como en el islam, la profesión de fe católica de Ratzinger supone asumir la radical dualidad, y la consiguiente asimetría insuperable, entre Creador y criatura. No advierte que de este modo empequeñece el significado del momento central del cristianismo, en que Dios se hace hombre y asume el sacrificio, para invalidar toda repetición de éste y superar la dualidad, abriendo la posibilidad de una criatura orientada de modo consciente y responsable hacia Dios. Antes y después de la Cruz, para Ratzinger está el pecado que planea sobre la existencia humana, por encima del valor de la redención: "Por el pecado de nuestros primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre". Advirtamos que nada en los Evangelios autoriza esa conclusión pesimista, perfectamente ajustada, eso sí, a la visión desolada del hoy Papa sobre un mundo contemporáneo en constante degeneración de creencias y costumbres. ¿Causas de los males? Ante todo, el laicismo, cuyos efectos perversos alcanzan ni más ni menos que a la difusión del sida en África, cuando algunos pensaríamos que más contribuye a esa desgracia la intervención de la Iglesia condenando los anticonceptivos. Pero, claro, ante todo desconfiemos del intelecto humano. Ahí está la historia que Ratzinger nos cuenta del diablo mayor Escrutopo, quien advierte a los diablos menores que "los espíritus infernales han conseguido afortunadamente persuadir a los eruditos del mundo occidental".

Una de las imágenes más frecuentes del primer cristianismo es la del buen pastor, que lleva sobre sus hombros amorosamente a un cordero. Sigue el patrón de estampas anteriores paganas, como la bucólica de Orfeo. El antecedente más conocido es, sin embargo, el moscoforo de la Acrópolis: un joven alza sobre los hombros a un animal para el sacrificio. A diferencia de las representaciones del Buen Pastor o del Orfeo Bucolos, sus patas están atadas.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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