Radicales contra repelentes
La semana había empezado rara. Mi peculiar olfato periodístico, una vez más, me hace estar en el sitio inadecuado en el momento inoportuno. Así, mientras yo me entretuve buscando pistas de Gabo García Márquez por los barrios del Ensanche barcelonés, el premio Nobel estaba a la vuelta de la esquina, de mi esquina madrileña. En compañía de mi vecino, el cantanoches de Sabina -¡ésta me la pagas!- que lo llevó compuesto y con mujer, la de Gabo, Mercedes, a la fiesta de la mamá Grandes. Y allí, con nocturnidad y alevosía de juerga civil, disfrutaron, celebraron, rieron y bebieron como radicales, federales y cantonales que son. Mis semejantes, mis hermanos. Cría cuervos, que te dejarán como en Cien años de soledad. En mala hora se me ocurrió escaparme, de nada me vale lamentarme, fui yo quien faltó a esta cita no anunciada. Mis naufragios no tienen quien les escriba. Aun radical no soy rencoroso, volveré al amor hacia mis compañeros; aunque, según el manual de urbanidad de los niños buenos, de esos que de mayores son una mezcla de Rajoy y el niño Vicente, el de Azcona, estemos en apocalípticos tiempos de cólera. ¡Y nosotros, los radicales, sin enterarnos! Pero somos buenos, aunque no tengamos nostalgia de otoños de patriarcas. Rectifiqué, escribí en mi ordenador una y mil veces: ¡no volveré a faltar a los cumpleaños de mi querida mamá Grandes!
Como un educado mayor, como un radical que sabe convivir con los repelentes, me fui a la ópera. No a cualquier cosa, sino al más espectacular montaje de la temporada, La mujer sin sombra, de Richard Strauss, el bueno, el familiar, el amante del hogar, los niños y los matrimonios al estilo del mundo de antes de Zapatero. Y disfruté, gocé, aplaudí y recordé que aquel día, el mismo día tan europeo, tan celebrado por los antifascistas del mundo, fue también un día oficialmente feliz para nuestra principesca familia. Esa ópera que parece pensada para homenajear su alegría. Yo, tan radical, federal, también brindé por ellos. Otro amigos, también radicales -no pienso dar nombres-, sé que también lo hicieron.
Como cada año cuando empieza la Feria, cuando los taurinos se ponen contentos a la ida y otra cosa a la vuelta de la Plaza, se entregan los Premios Ortega y Gasset. Don José, además de iluminaciones en muchos frentes, nos dejó unas páginas sobre los toros que no molestarían ni al propio Manuel Vicent. A mí, la verdad, de los toros y los taurinos lo que más me está gustando últimamente son las cenas que organiza al terminar el festejo el periodista e inquieto publicista Rafael Pola. En los premios hubo emociones varias, lecciones de periodismo y ética por varios frentes. Y gentes de tanta valía humana y profesional como el fotógrafo Pablo Torres, solidario y abierto habitante de un barrio que merece y quiere ser como lo es él, como lo son la mayoría de ese popular barrio mestizo llamado Villaverde. Una metáfora del Madrid de hoy. Nuestro oficio, nuestro estar en el mundo de la prensa, de la comunicación, nos demanda ser como él, como los otros compañeros que celebramos la noche de los Ortega. Una noche bien rematada con el discurso impecable y lúcido del historiador Santos Juliá. Una reflexión sobre el ejercicio de nuestro oficio para apartarle de las tinieblas de las mentiras y de los mentirosos. Una vez más situado en la orilla contraria de esos repelentes, no tan niños, que fueron con palos para callar el discurso nada radical de este pensador no apocalíptico, no integrado. Contra él, contra su pensamiento atacaban a una mayoría que quiere superar las dos Españas, aunque apuntaran a la cabeza de Carrillo. A la hora de los canapés también fue propicia la noche para encontrar al incombustible, ex fumador, controlado buen bebedor, mejor actor y gran charlista que se sigue llamando Sancho Gracia, aunque muchos le sigan llamando Curro Jiménez. También me encontré a otro que se sabe tirar al monte, a la charla y a la superación de las dos Españas, Álvaro de Luna, aunque algunos le siguen llamando Algarrobo. Dos grandes tipos, dos grandes actores que nunca se librarán de haber sido iconos televisivos. A Sancho Gracia le están haciendo una biografía. Como cuente lo que sabe, algunos se irán de vacaciones a Canarias, a Fuerteventura, por ejemplo.
Mis salidas tuvieron otra recompensa. Se presentaba un libro importante, singular, construido con muy interesantes materiales escritos por un imprescindible nombre de nuestra historia reciente, Dionisio Ridruejo. Una personalidad política y cultural que es toda una lección de cómo reciclarse desde el fascismo a la democracia. Varias generaciones, varias maneras de mirar a este intelectual y político que comenzó siendo un fascista honesto y terminó como un honesto demócrata. Javier Pradera, joven amigo de un Ridruejo maduro y ya liberado de falangismos, nos acercó al seductor intelectual, al hombre generoso y de un carácter abierto. La importancia del talante, ya cuando entonces. Santos Juliá -otra vez- ve en el Ridruejo de los años cincuenta al constructor de la democracia en un país sin demócratas. La transición se marca cuando ya entonces un comunista, un católico y un fascista discuten sobre el futuro de España. Jordi Gracia, encargado de ordenar y prologar los dispersos materiales de Ridruejo, piensa que sin el humus de Ridruejo no se entiende la transición. También estaba Javier Cercas, que se confesó admirador del político, y aún más, del escritor y poeta del que ahora se cumplen 30 años de su muerte. Así la tarde, que venía cargada de repelencias y crispaciones de un sector nostálgico ya no sabemos bien de qué, se serenó evocando una figura que simboliza como pocas la superación de las dos Españas. Otro libro que tengo que regalar, esta vez a Rajoy. Aunque tampoco le vendría mal esa rescatada novela de Rafael Azcona, Los muertos no se tocan nene. También para el humor negro hay que estar dotado. Se lo dice un lector del repelente niño Vicente.
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