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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 36 jornada
Columna
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Fin de trayecto

A la Liga le quedan setenta goles y tres bostezos: el bostezo del condenado, el bostezo del centinela y el bostezo del león.

Son los gestos que corresponden a tres estados de ánimo en el escalafón del Campeonato. Atrapados en tierra de nadie, a medio metro de Segunda División, unos descuelgan la quijada en un rictus de agonía; otros abren la boca, bufan con desconfianza y miran de reojo en un acto reflejo inevitable. Más allá, en las capas altas del torneo, los que luchan por los primeros premios ocultan las heridas, fingen aplomo, alargan la dentadura y lanzan al aire los dos sonidos del candidato en apuros: un gruñido ronco y una dentellada de farol.

Desde lo alto de la ladera, el Barcelona sacude la melena en una estudiada muestra de confianza. Luego elige un sitial para levantar la Copa, abre las fauces y exhibe por si acaso sus once colmillos. Bosteza como un campeón.

Aunque todos acusan la fatiga de la ansiedad, no están podridos de agotamiento ni de indiferencia. Sólo sufren el vértigo de los finales: después de haber estirado hasta el límite las cuerdas del sistema nervioso, unos tienen miedo y otros tienen prisa. Pero no se atreven a dormir.

Sin embargo, nada resume tanto los valores de esta Liga como el duelo entre los dos grandes aspirantes. Obligado por la fuerza de la costumbre, el Madrid empezó buscando algún nuevo balón de oro en las joyerías del mercado: con Figo, Zidane, Ronaldo y Beckham había saturado el equipo de multimillonarios, gentes de dinero y de prestigio que nunca pedían un taxi, sino un avión. Eran los herederos de la extinta jet set, olían mitad a colonia, mitad a queroseno, y con ligeras diferencias habían convertido sus vidas en una complicadísima trama de trueques inmobiliarios, sesiones fotográficas, cambios de pareja y otros ecos de sociedad. Sin perjuicio de sus limpios historiales y de su técnica remanente, a estas alturas de la temporada bursátil ya no eran de este mundo; pertenecían por igual a los estadios y a las pasarelas. Como buenos potentados, a veces corrían para quemar toxinas y a veces, sólo a veces, para ganar.

Con Owen como testigo estuvieron ausentes durante la primera vuelta. Mientras tanto, los chicos de Rijkaard soñaban con emular a sus ilustres y veteranos competidores, así que no podían hacer otra cosa que pensar en el marcador. Unidos por la doble necesidad de conseguir un historial y un capital, jugaron cada minuto con un mismo entusiasmo. Hoy nadie discute sus dos formas de generosidad: corrieron mucho y corrieron siempre.

Su ejemplo nos ha permitido confirmar que la Liga nunca defrauda a quienes le son leales: nueve meses después han ahorrado tanto que ya no necesitan hacer cuentas.

A ellos les basta con esperar.

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