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Reportaje:

Alemania, 60 años después de Hitler

Sesenta años después de la fecha fijada para la capitulación sin condiciones del Gran Imperio Alemán... tan lejos se remonta una vida dedicada al trabajo con miras a la jubilación. Tan atrás queda lo que la memoria, esa burda criba, amenaza dejar caer. Después de haber sido herido en Lusacia, en medio de caóticos combates de retirada, hace 60 años, con una herida profunda en el muslo derecho que cicatrizaba deprisa y un trozo de metralla en el hombro izquierdo, estaba en Marienbad, ciudad-hospital que pocos días antes había sido ocupada por los soldados americanos, lo mismo que la vecina Karlsbad por unidades soviéticas. En Marienbad viví aquel 8 de mayo, siendo un zoquete de 17 años que, hasta el último momento, había creído en la victoria final. Es decir, que para mí no llegó la hora de la liberación; más bien me invadió la vaga sensación de ser un vencido después de una derrota total. Como liberados podían sentirse, en el mejor de los casos, quienes habían sobrevivido a los asesinatos en masa de los campos de concentración alemanes, aunque se encontraban en un estado que volvió a limitar enseguida el ejercicio de esa libertad.

El 8 de mayo se celebra el Día de la Liberación, pero es una interpretación 'a posteriori', sobre todo porque los alemanes hicimos poco o nada por nuestra liberación
Las preguntas sobre las razones de la creciente brecha entre pobres y ricos se rechazan como "cochina envidia". Se burlan del deseo de justicia
Quince años después de la firma del Tratado de la Unidad de Alemania hay que reconocer que ésta ha fracasado en sus aspectos fundamentales
El Parlamento alemán no decide de forma soberana. Depende de las poderosas asociaciones económicas no sometidas a control democrático

Por eso, cuando llega una y otra vez el 8 de mayo y, con discursos bien hilvanados, se celebra como Día de la Liberación, sólo puede tratarse de una interpretación a posteriori, sobre todo porque los alemanes hicimos poco o nada por nuestra liberación. Durante los primeros años de la posguerra, el hambre y el frío, la miseria de los refugiados, desplazados y bombardeados determinaron la vida cotidiana. En las cuatro zonas de ocupación, la creciente afluencia de los, al fin y al cabo, más de 12 millones de alemanes que habían huido o habían sido expulsados de la Prusia oriental y occidental, Pomerania, Silesia y los Sudetes sólo pudo reglamentarse mediante su asentamiento forzoso en un espacio habitable limitado. Cuando, una y otra vez -obedeciendo siempre a la política de partido-, se formula la pregunta: "¿De qué podemos enorgullecernos los alemanes?", habría que nombrar ante todo ese logro impuesto por la necesidad. Apenas la libertad fue posible, hubo que utilizar la coacción: en ambos Estados alemanes se evitaron por ello los campamentos masivos para refugiados y desplazados. Así se conjuró el peligro de que rebrotaran sentimientos de odio, y también el de esa necesidad de venganza que se adquiere con una larga permanencia en campamentos y que -como enseña la actualidad- tiene como resultado el terror y contraterror.

Por consiguiente, un logro de carácter especial. Porque el asentamiento forzoso de refugiados y desplazados tenía que imponerse con harta frecuencia a la resistencia xenófoba de la población autónoma sedentaria; la idea de que todos los alemanes habían perdido la guerra, y no sólo los bombardeados y ahora sin hogar, se fue abriendo paso con vacilación; el comportamiento hasta hoy virulento hacia los extranjeros se ensayó muy pronto en el trato de los alemanes por los alemanes.

Retórica de la liberación

Ya entonces había portavoces de la retórica de la liberación. Aparecieron individualmente y en grupo. Había tantos antifascistas autodesignados que llevaban de pronto la voz cantante que había que preguntarse: ¿cómo pudo vencer Hitler una resistencia tan fuerte? Los chalecos con manchas eran lavados por procedimientos sumarios y se expedían los llamados "certificados de blanqueo". Procedentes del taller de los monederos falsos que vinieron, se pusieron en circulación otras acuñaciones verbales. La capitulación sin condiciones se convirtió en "derrumbamiento". Aunque desde la economía, pasando por la justicia, hasta las escuelas y universidades que pronto reanudaron la enseñanza, y luego hasta en el servicio diplomático -¿y en dónde no?-, muchos ex nacionalsocialistas conservaron sus posesiones heredadas, siguieron en su cargo, continuaron aferrados a su cátedra y prosiguieron pronto su carrera política... se proclamó la "hora cero". Hasta hoy se encuentra, en discursos y declaraciones, esa falsificación especialmente infame de los hechos, dado que los crímenes cometidos por alemanes se parafrasearon como "crímenes cometidos en nombre del pueblo alemán". Además, se anunció la futura división del país en dos usos lingüísticos: en la zona de ocupación soviética debía ser única y exclusivamente el Ejército Rojo quien había liberado a Alemania del terror fascista; en las zonas de ocupación occidentales, correspondía en exclusiva a americanos, ingleses y franceses la gloria de haber liberado del dominio nazi no sólo a Alemania, sino también a toda Europa.

En la guerra fría que comenzó enseguida, los Estados alemanes existentes desde 1949 fueron adjudicados a uno u otro bloque, y los Gobiernos de ambos se esforzaron por mostrarse como alumnos modelo de la respectiva potencia dominante. De forma irónica, 40 años más tarde fue la Unión Soviética la que, en la época de la glasnost, se deshizo de una RDA que le empezaba a resultar molesta. Esa obediencia casi incondicional a EE UU fue rehusada por primera vez cuando el Gobierno rojiverde decidió hacer un uso soberano de la libertad que se nos regaló hace sesenta años y denegar la participación de soldados alemanes en la guerra de Irak.

Libertad regalada se llamó un discurso que, el 8 de mayo de 1985, pronuncié en la Academia Berlinesa de las Artes. Por aquel entonces, el país estaba aún dividido, de manera que comparé los dos Estados, su necesidad de delimitación, sus diferentes dependencias, su respectivo materialismo marcadamente dogmático, su miedo a la unificación y su nostalgia de ella. La "libertad regalada" fue sólo para el Estado alemán occidental; los del Este se fueron con las manos vacías.

Veinte años más tarde y en vista de la situación de la República Federal, más grande ahora por la anexión, hay que preguntarse por el uso hecho de ese regalo. ¿Hemos manejado con cuidado la libertad que se nos regaló sin que la conquistáramos? ¿Nos hemos ocupado los ciudadanos de la Alemania occidental de compensar debidamente a los de la antigua RDA, que tuvieron que soportar la carga principal de la guerra iniciada y perdida por todos los alemanes? Y luego: ¿es aún nuestra democracia parlamentaria, como garante de una actuación liberal, suficientemente soberana para poder actuar frente a los problemas pendientes del siglo XXI?

Quince años después de la firma del tratado de la unidad hay que reconocer, o no se puede ya silenciar ni disimular, que la unidad de Alemania, a pesar de los logros financieros obtenidos, ha fracasado en sus aspectos fundamentales. Desde el principio. Un cálculo pusilánime impidió al Gobierno de entonces atender una exigencia previsoramente establecida en la Constitución, es decir, presentar a los ciudadanos de ambos Estados una nueva Constitución, elaborada con el esfuerzo de todos los alemanes. Por eso no es de extrañar que la gente, en los länder simplemente anexionados, se sintiera como alemanes de segunda. En lo que se refiere a propiedad de los medios de producción, abastecimiento de energía, periódicos y editoriales, la sustancia en otro tiempo "propiedad del pueblo" del desaparecido Estado fue liquidada y en definitiva expropiada, con la colaboración, ocasionalmente delictiva, de la Treuhandanstalt. El porcentaje de desempleados es allí dos veces mayor que en los länder occidentales. La arrogancia germano-occidental no permitió respetar la biografía de los alemanes orientales. El éxodo antes temido de la población -por lo que se introdujo precipitadamente y demasiado pronto el marco alemán- se produce hoy a diario: comarcas enteras, pueblos y ciudades se vacían. Después de haber hecho la Treuhand sus pingües negocios, la industria germano-occidental y también los bancos rehusaron las necesarias inversiones y créditos y, en consecuencia, la creación de puestos de trabajo; todos prefieren hablar machaconamente mal de Alemania como centro de producción y hacer su agosto en el extranjero. Los gritos de aliento no sirven de nada. Ante esa situación difícil, sólo puede ayudar, si es que puede alguien, el legislador, el Parlamento, con lo que se plantea otra vez la cuestión de la capacidad de la democracia parlamentaria para actuar.

Yo mantengo que nuestros representantes libremente elegidos no son ya libres al adoptar decisiones. Y lo decisivo no es la habitual disciplina de grupo parlamentario, para la que puede haber razones, sino el círculo de lobbistas e intereses diversos que limita, influye, presiona y fuerza su participación en la forma y el contenido de las leyes. Los servicios grandes o pequeños ayudan mucho. Maquinaciones punibles se pasan por alto como peccata minuta. A nadie choca ya seriamente un sistema entretanto perfeccionado cuya práctica se alimenta de favores recíprocos.

Renunciar al voto

Por consiguiente, el Parlamento no decide de forma soberana. Depende de las poderosas asociaciones económicas, bancos y consorcios, no sometidos a control democrático. De esa forma, el legislador se convierte en hazmerreír. De esa forma, el Parlamento degenera en filial de la Bolsa. De esa forma se somete a la democracia al dictado de un capital mundialmente en fuga. ¿A quién puede extrañar que, cada vez más, los ciudadanos indignados, asqueados y finalmente resignados se aparten de esas maquinaciones que se manifiestan abiertamente, consideren el proceso electoral como una simple farsa y renuncien a votar? Haría falta la voluntad democrática de proteger contra la afluencia de los grupos de presión, mediante una zona prohibida. Sin embargo, ¿son nuestros parlamentarios todavía suficientemente libres para tomar una decisión que tendría que ejercer una coerción democrática radical?

Otra vez se plantea la pregunta: ¿qué ha sido de la libertad que se nos regaló hace sesenta años? ¿Vale sólo la pena como ganancia en Bolsa? Nuestro mayor bien constitucional no protege ante todo los derechos civiles, sino que se ha vendido al precio más bajo, para, de una forma que agrada al espíritu del siglo neoliberal, ser útil sobre todo a la economía de mercado que se autodenomina "libre". Sin embargo, ese concepto tramposo convertido en fetiche oculta sólo con dificultad el comportamiento asocial de los bancos, asociaciones industriales y especuladores bursátiles. Todos somos testigos de que, cuando se está destruyendo capital en todo el mundo, cuando las llamadas absorciones amistosas u hostiles destruyen miles de puestos de trabajo, cuando el simple anuncio de medidas de racionalización se convierte en el despido de miles de trabajadores y empleados, las cotizaciones suben y todo ello se considera el precio que hay que aceptar por "vivir en libertad".

Desaparece el pleno empleo

Las consecuencias de esa evolución disfrazada de globalización saltan a la vista y pueden deducirse estadísticamente. Con la cifra de personas desempleadas, que anda por los cinco millones, constante desde hace años y la resistencia igualmente constante de los empresarios a crear nuevos puestos de trabajo, a pesar de unos réditos demostrablemente más altos, especialmente en el sector de las exportaciones, la esperanza del pleno empleo ha desaparecido. Trabajadores de edad se ven empujados a una jubilación anticipada. A los jóvenes que acaban su formación se les veda la entrada en el mundo del trabajo. Peor aún: sin dejar de quejarse de la amenaza de envejecimiento ni de repetir como un papagayo las reivindicaciones de hacer más por la juventud y la educación, la República Federal -un país que sigue siendo rico- tolera un crecimiento de proporciones vergonzosas: el de la "pobreza infantil".

Todo ello se acepta como si fuera la voluntad divina, y va acompañado en cualquier caso de los refunfuños habituales en este país. Las preguntas sobre la responsabilidad acaban directamente en la estación ferroviaria de maniobras, en donde son aparcadas en éste o aquel apartadero. Sin embargo, el futuro de más de un millón de niños que se crían en familias empobrecidas sigue siendo oscuro. Quien señala esa situación injusta y señala también a otras personas socialmente marginadas se ve ridiculizado por jóvenes periodistas listillos, en el mejor de los casos, como "romántico social" y difamado en general como "buena persona". Las preguntas sobre las razones de la creciente brecha entre pobres y ricos se rechazan como "cochina envidia". Se burlan del deseo de justicia, tildándolo de utopía. El concepto de "solidaridad" sólo se encuentra en la lista de "extranjerismos".

Aquí los Ackermann y los Esser

[altos directivos procesados por indemnizaciones de despido millonarias], allá los innominados que se refugian en la sopa popular. Aquí los estupendos, los que más ganan, allá los casos de asistencia social de las estadísticas. A pesar de todas las invocaciones de una sociedad civil, sin duda digna de ser ambicionada, en la RFA se está formando una sociedad de clases que se creía hace tiempo superada. No es ya una suposición, sino una afirmación: lo que se exhibe como neoliberal resulta ser, bien mirado, un retroceso a los métodos del capitalismo temprano, que despreciaba al hombre. Y la economía de mercado social -en otro tiempo modelo de éxito de una actuación económica y solidaria- degenera en una economía de mercado libre, para la que la función social de la propiedad, basada en la Constitución, resulta gravosa, y el deseo de obtener beneficios, sacrosanto.

Cuando, hace sesenta años, se nos regaló la libertad y los vencidos no supieron al principio lo que se les venía encima, empezaron a utilizar poco a poco aquel regalo. Aprendieron democracia y, al hacerlo, demostraron ser otra vez -porque eran irrevocablemente alemanes- alumnos modelo. Visto desde hoy, lo empollado tras las lecciones recibidas parece bastar al menos para conseguir unas notas satisfactorias. Practicamos la alternancia entre Gobierno y oposición, con lo que unos mandatos demasiado largos han resultado en definitiva travesías del desierto. La muy elogiada y vilipendiada generación del 68 trajo a otros la tolerancia y, finalmente, también a ellos mismos. Tuvimos que reconocer que lo que nos abrumaba no podía reprimirse, pasaba de padres a hijos y volvía a nosotros, una y otra vez, por mucho que viajáramos y exportáramos. Los neonazis nos dieron reiteradamente mala fama. Sin embargo, se podría decir que la democracia ha arraigado en este país. Tuvo que afrontar tres desafíos, y el cuarto la espera aún.

Después de haber derribado y apartado los escombros en ambos Estados alemanes, la reconstrucción del Este se hizo bajo la coacción del sistema estalinista; en el occidental, sin embargo, las condiciones fueron favorables. Pero lo que en retrospectiva se llama "milagro económico" no se debió a ninguna actuación aislada, sino que fue logrado entre muchos. Los desplazados y refugiados formaban parte de los que, en cuanto a posesiones materiales, tuvieron que empezar realmente desde cero. No hay que olvidar la participación de los trabajadores extranjeros, al principio cortésmente llamados "trabajadores invitados". Los empresarios de la fase de la construcción, por ejemplo, invirtieron cada marco contabilizado como beneficio en nuevos puestos de trabajo. Los sindicatos y empresarios, al parecer, tenían presente el desmoronamiento de la República de Weimar, de manera que se forzaron mutuamente a transacciones y se preocuparon por la equidad social. Sin embargo, con tanto esfuerzo y ansia de lucro se corría el peligro de olvidar el pasado.

Sólo en los años sesenta, primero los escritores y luego un movimiento juvenil que, para simplificar, se llamó "protesta estudiantil", formularon preguntas sobre todo aquello de lo que los mayores, la generación de la guerra, no quería hablar. El movimiento de protesta aspiraba de boquilla a la Revolución, pero luego se conformó con reformas para las que, a menudo involuntariamente, había preparado el terreno; sin ellos flotaría aún sobre nosotros el aire viciado de la época de Adenauer, sin ellos no hubiera sido realizable la nueva política alemana de coalición social-liberal como aproximación paulatina de ambos Estados.

El tercer desafío se produjo cuando el muro había caído y se eliminó en gran medida la división de Europa, al menos en cuanto a la política de poder. Durante cuarenta años los dos Estados alemanes coexistieron, más el uno contra el otro que el uno al lado del otro. Como la parte occidental no estaba dispuesta a reconocer al Este la igualdad de derechos, la unidad del país sólo puede encontrarse hasta ahora en un papel negociado con demasiada prisa y sin comprender las amplias consecuencias de esa prisa.

Estancamiento

Desde entonces el país, ahora mayor, se ha estancado. Ni el Gobierno de Kohl ni el de Schröder consiguieron remediar los errores cometidos al principio. Tarde, quizá demasiado tarde, nos damos cuenta de que no es la ultraderecha la que amenaza al Estado, y ni siquiera -como nos quieren hacer creer los partidarios de la prohibición- debe considerarse como el peligro mayor: lo es mucho más la impotencia de la política, que hace que el ciudadano quede expuesto sin protección al dictado de la economía. Cada vez con más frecuencia se chantajea a los trabajadores y empleados de los consorcios. No es el Bundestag, sino la industria farmacéutica y las asociaciones de médicos y farmacéuticos que dependen de ella quienes deciden a quién debe aprovechar la reforma de la salud y quién, desde su punto de vista, debe beneficiarse de ella. En lugar de la función social de la propiedad, el valor fundamental es la maximización de las ganancias. Los parlamentarios se someten a la presión, tanto interior como global, del gran capital. De esa forma lo que se hunde no es el Estado -el Estado aguanta mucho-, sino la democracia.

Cuando hace 60 años el Gran Imperio Alemán capituló sin condiciones, con él quedó destruido un sistema de poder y terror que sólo sembró el espanto en Europa durante 12 años, pero arroja su sombra hasta hoy. Los alemanes nos hemos enfrentado una y otra vez con esa vergüenza heredada y, cuando titubeábamos, tuvimos que hacerlo de todos modos. A lo largo de generaciones se ha mantenido despierto el recuerdo del sufrimiento que infligimos a otros y a nosotros mismos. A menudo hemos tenido que forzarnos para ello. En comparación con otros pueblos, culpables de otras vergüenzas -me refiero a Japón, Turquía, las antiguas potencias coloniales-, no nos hemos sacudido la carga de nuestro pasado, que ha seguido siendo parte de nuestra historia como desafío permanente. Sólo cabe esperar que estemos a la altura del peligro actual de ese nuevo totalitarismo que defiende la última ideología que queda en el mundo.

Como demócratas convencidos, debemos oponernos soberanamente al poder del capital, para el que el ser humano es sólo un material que se produce y consume. Quien contabilice equivocadamente la libertad regalada como ganancia en Bolsa, no habrá comprendido lo que, año tras año, nos enseña el 8 de mayo.

Traducción de Miguel Sáenz

Berlineses del Este atraviesan un hueco en el muro, el 12 de noviembre de 1989.
Berlineses del Este atraviesan un hueco en el muro, el 12 de noviembre de 1989.AP
Berlín, la capital alemana, al final de la II Guerra Mundial, destruida por los bombardeos aliados.

El canciller alemán, Gerhard Schröder, visita la ciudad germano oriental de Grimma, cerca de Leipzig, tras las catastróficas inundaciones de agosto de 2002.

Günter Grass.
Berlín, la capital alemana, al final de la II Guerra Mundial, destruida por los bombardeos aliados. El canciller alemán, Gerhard Schröder, visita la ciudad germano oriental de Grimma, cerca de Leipzig, tras las catastróficas inundaciones de agosto de 2002. Günter Grass.REUTERS
El canciller alemán, Gerhard Schroder, visita la ciudad germano oriental de Grimma, cerca de Luipzig, tras las catastróficas inundaciones de agosto de 2002.
El canciller alemán, Gerhard Schroder, visita la ciudad germano oriental de Grimma, cerca de Luipzig, tras las catastróficas inundaciones de agosto de 2002.REUTERS

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