Insomnio
Uno de mis placeres preferidos siempre ha sido observar las habitaciones iluminadas por la noche e imaginar por un instante con la evocación alterada por el insomnio cómo serán las vidas de las personas que habitan esos pequeños planetas ardientes. Desde mayo las calles empiezan a llenarse con una sensualidad de ventanas abiertas. A partir de la una de la madrugada las horas adquieren una lentitud extrema y las cosas se ven de otro modo: el azul oscuro del cielo, un hombre de media edad con la camisa del pijama abierta que fuma un cigarrillo apoyado en la barandilla del balcón, el gato que cruza la calle impasible, un televisor encendido en el primero, la mujer que cada dos minutos se asoma a la ventana para auscultar con decepción la oscuridad esquinada de la calle como si esperase a alguien que tarda demasiado.
Decía Lawrence Durrell que una ciudad se vuelve un mundo cuando se ama a uno solo de sus habitantes. Lo mismo debieron de pensar todos los grandes asiduos a las vidas ajenas. El pintor Edward Hopper espiaba la respiración de la ciudad desde el tejado de su estudio de Greenwich Village, en el centro de Manhattan; Hitchcock prefirió hacerlo a través de los ojos de James Stewart en La ventana indiscreta; Woody Allen nunca renuncia en sus películas a la visión de Nueva York desde el puente de Brooklyn o desde el interior de los exclusivos apartamento de la Quinta Avenida; Walter Benjamin era también un gran amante de la trama íntima de las calles. Unos y otros construyeron su propio cosmos de la ciudad con los vagabundeos de cada día, subiendo y bajando de los autobuses y de los ascensores de los edificios, frecuentando los cafés, paseando por los parques, comprando el periódico en el quiosco de la esquina y congelando en su retina miles de escenas privadas entre individuos. Todos han configurado una estética urbana personal, pero absolutamente reconocible que ha condicionado nuestra manera de mirar. No sólo porque hemos heredado una visión de la ciudad de encuadre marcadamente cinematográfico, sino porque cualquier manera de reflejar esta clase de soledad cosmopolita recuerda un poco a las películas del cine negro y tiene algo de página de sucesos, de tinta de diario, de novela existencial. En el fondo el punto de vista del insomne es siempre el de un detective nihilista y algo melancólico como Philipe Marlowe que conoce los bajos fondos de la ciudad tan bien como las trampas de su propia alma. "El amor es un andar solitario entre la gente", escribió Quevedo, adelantándose dos siglos al sentimiento absolutamente moderno de la incomunicación.
Mientras escribo este artículo, el hombre del balcón de enfrente ha apagado el cigarrillo, pero continúa asomado a la noche tal vez porque algo le impide dormir: un pensamiento obsesivo, la desesperanza, un asunto del trabajo quizá, o el recuerdo de alguien.... Hay existencias que en el conjunto de nuestra vida se reducen apenas a un rectángulo de luz, como el brillo de esas ciudades próximas a la carretera general por las que pasamos de noche, sin saber sus nombres.
Una habitación encendida es un fotograma solitario cuya secuencia entera nunca nos será dado completar y sin embargo, quizá precisamente por eso, jamás dejará de interesarnos. Ahora James Stewart se da media vuelta y apaga la luz, entonces la habitación donde escribo y la ventana desde la que miro, pierden peso, se diluyen en la noche, esfumadas en ese horizonte abstracto que es el paisaje cubista del sueño cuando por fin consigue vencernos.
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