Los gestos de Hedda Gabler
Un cementerio como primera imagen de esta coproducción del Odéon-Théâtre de uno de los últimos dramas que escribió Ibsen, el imperecedero Hedda Gabler (1890). Jugando con los varios desniveles que conforman la elegante sala de estar del recién estrenado hogar de los Tesman y con un ramo de flores en una concavidad que servirá después de mesa auxiliar para servir el ponche, el destino de Hedda Gabler se nos revela de entrada. Una tumba que ella misma, en uno de sus arrebatos de impotencia, profanará machacando las flores, no sin antes olisquearlas. Puede que el bienintencionado ramo, regalo de bienvenida de Tía Julia, no sea de su agrado.
Así es Hedda Gabler: refinada, caprichosa, egoísta, poderosa, obstinada, inteligente, impulsiva, contradictoria, intimidante. Una esteta de elevados valores que no consigue adaptarse a la pequeña vida burguesa que inicia con su marido. Una mujer que, sencillamente, no puede soportar según qué. Es impredecible y sufre. Y así son sus gestos: sueltos, elegantes, sencillos, indolentes, incluso improcedentes. Lo mismo se aparta el pelo, como se rasca o se quita el zapato para masajearse el pie, con el que juega. Está y se sabe por encima de todos, por eso hace lo que le da la gana.
Hedda Gabler
De Heinrik Ibsen. Adaptación y dirección: Eric Lacascade. Intérpretes: Isabelle Huppert, Pascal Bongard, Christophe Grégoire, Norah Krief, Elisabetta Pogliani, Jean-Marie Winling. Teatre Lliure, Barcelona, 4 de mayo.
La menuda, magnética y luminosa Isabelle Huppert encarna a esta compleja mujer revistiéndola con sus propios gestos, cediéndole el blanco marmóreo de su tez, el singular color de su melena, los delicados movimientos de sus muñecas, incluso su tos. Cuesta imaginarse otra Hedda Gabler, por la soltura con que domina el espacio, por su claro liderazgo en relación a sus compañeros de reparto. Ella va por un lado, el resto va por otro, pero incluso este desnivel, como los de la escenografía, casa con la obra.
Desplantes
Al otro lado de la luz tenemos a Jörgen Tesman, el marido, un buen tipo interpretado por un Pascal Bongard que sabe aguantar las réplicas y los desplantes de su esposa y se nos muestra un poco perdido y atribulado, falto de cariño y descalzo desde que Tía Julia no cuida de él. Acertado es también el Brack de Jean-Marie Winling, con su imponente voz y regia presencia. Menos atinado y creíble, sin la fuerza que se le supone al único capaz de aportar belleza a la trama, es el Lövborg de Christophe Grégoire, con el que se completa el trío de posibles relaciones para Hedda: la conyugal, la adúltera, la pasional.
Hedda Gabler es una obra muy controvertida que da mucho de sí. Y este montaje, aunque en una primera impresión no merezca grandes elogios, está plagado de pequeños detalles, tanto escenográficos como de interpretación por parte sobre todo de su protagonista, que contribuyen a dar una mirada muy amplia al texto, en vez de limitarse a una lectura unidireccional. Es ambiguo como lo es Hedda, es sobrio también como ella, es interesante. No resuelve las preguntas que rodean a esta heroína moderna, pero sí que la acerca al público.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.