Nostalgia de Veracruz
Que Veracruz es una ciudad eminentemente literaria lo descubre el viajero apenas se toma un tequila o una cerveza michelada en Los Portales del Zócalo. El clima tropical, la humedad, el sudor, las palmeras, la música de los mariachis, los devaneos del baile conocido como danzón, la parsimonia callada de los limpiabotas, la sombra alargada de la catedral y la cercanía del puerto subrayan que, más que una realidad concreta, Veracruz es una ciudad que parece haber nacido para vivir en las páginas de un libro. Por si faltara algo para evocar su carácter de ficción, en el mismo Zócalo se levanta un hotel llamado Diligencias, nombre que parece sacado de las viejas películas del Oeste, como aquella lejana Veracruz que dirigió Robert Aldrich, con Gary Cooper, Burt Lancaster y una jovencísima y descarada Sara Montiel en los papeles principales.
Veracruz es una ciudad literaria por excelencia: Enrique Vila-Matas y Jordi Soler la han visitado en sus respectivas ficciones
Me acordé en concreto de dos novelas mientras estaba en Veracruz: Lejos de Veracruz, de Enrique Vila-Matas, y Los rojos de ultramar, de Jordi Soler. Aunque de modo muy distinto, ambas respiran Veracruz por los cuatro costados; la primera, con una nostalgia impostada, muy literaria; la segunda, con un escenario muy concreto que evoca aquellos años no tan lejanos en que los exiliados de la España republicana llegaban al puerto de esa ciudad mexicana dispuestos a luchar por una nueva vida.
El Estado de Veracruz, con unas playas que parecen diseñadas para beber margaritas a la luz de la luna, está marcado por un paisaje tropical de árboles gigantescos y floridos, cafetales que se encaraman por las colinas, plantaciones de caña de azúcar y bellísimas ruinas prehispánicas que, como las de El Tajín, surgen en medio de la selva para evocar un tiempo lejano en el que, antes de la llegada de Hernán Cortés, el hombre vivía en plena sintonía con la tierra y con los astros.
A este paisaje tropical llegó hace más de 50 años Arcadi, el abuelo del novelista Jordi Soler, derrotado en la fratricida Guerra Civil, privado de la Cataluña por la que había luchado. Junto con otros exiliados catalanes, se instaló en una colonia llamada La Portuguesa, cerca de Galatea, para intentar recrear en medio de cafetales una pequeña Cataluña imaginaria con toques más literarios que reales. "Vivíamos una vida mexicana y sin embargo hablábamos en catalán y comíamos fuet, butifarra, mongetes y panellets", escribe Soler, "y los 15 de septiembre, el día de la independencia, permanecíamos en casa porque los mexicanos de Galatea y sus alrededores tenían la costumbre de celebrar esta fiesta moliendo a palos a los españoles".
Al caer la noche, cuando los grupos de mariachis se concentran en el Zócalo para vender su música de pachanga al mejor postor, se acentúa el carácter literario de Veracruz. Es entonces cuando la ciudad adquiere un aire de La Habana, con el malecón como escenario de interminables paseos y con los viejos comercios convertidos en testigos de un tiempo que transcurre como a cámara lenta. Todo es tan literario en esta ciudad que incluso el gobernador del Estado, Fidel Herrera, y el alcalde, Julen Rementería, parece escapados de las páginas de un libro. El primero desciende de negros que fueron llevados a la fuerza para trabajar como esclavos en las plantaciones de caña de azúcar, mientras que el segundo, como indica su nombre, desciende del exilio vasco. Para acentuar el contraste, el primero es del PRI y el segundo del PAN; es decir, uno responde al oxímoron revolucionario institucional y el otro es compañero de viaje del presidente Vicente Fox. La noche y el día.
Todo es tan raro en Veracruz que incluso en una recepción del gobernador, convocada en principio para hablar de las posibilidades turísticas del Estado, se acaba hablando de periodistas acribillados, de narcotráfico, de marchas de encuerados y del desafuero del alcalde de Ciudad de México (es decir, de la dura realidad de México), mientras una mujer se abre paso entre los asistentes vendiendo pulseras a lo Lance Armstrong para recaudar fondos para la infancia y un futbolista de paisano explica a quien quiera escucharle que pronto emigrará a Grecia en busca de un futuro mejor.
Uno aprende en Veracruz que las pláticas, los eventos y los convivios son algo muy mexicano, mientras el gobernador y el alcalde confían en la película que Mel Gibson filmará próximamente en el Estado para reemplazar el imaginario creado hace años por Gary Cooper y Burt Lancaster y para reactivar la ciudad en todo el mundo.
Al final, terminado el convivio, se impone de nuevo la hospitalidad del Zócalo, una plaza que parece congregar a todos los noctámbulos de Veracruz, con unos cuantos tequilas sobre la mesa y con muchas historias por contar, mientras grupos de mariachis con trajes de opereta y botones de plata se desgañitan cantando "... y me muero por volver", como un anuncio de nostalgia avant-la-lettre.
Todo esto es Veracruz, y probablemente mucho más: un extraño cóctel de realidad y ficción entrevisto como un sueño bajo la luz difusa del trópico. Y para cerrar esta crónica, nada mejor que una frase de Lejos de Veracruz, la novela de Vila-Matas: "Pero no pienso en la vida nunca volver, pues sé muy bien que la nostalgia de un lugar sólo enriquece mientras se conserva como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte".
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