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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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A Dios rogando

Mario Vargas Llosa

El célebre predicador Billy Graham fue a Cambridge, Massachusetts, hace quince años, y su misión evangélica resultó un fracaso: el auditorio estuvo semivacío y su presencia pasó poco menos que inadvertida para los estudiantes y vecinos de esa localidad bostoniana célebre por sus universidades (Harvard y MIT). Volvió hace pocos meses, y esta vez, pese a su avanzada edad, tuvo un apoteósico recibimiento. Colmó el local de la misión y centenares de universitarios acamparon toda la noche a la intemperie para conseguir asiento.

Con esta anécdota, el Dr. David Gergen, profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard, quiere ilustrar los extraordinarios cambios que ha experimentado la sociedad de Estados Unidos en los últimos años debido al resurgimiento de la religión en la vida pública y la manera como las iglesias, sobre todo las de línea más conservadora, influyen en el ámbito político. Algunos de los datos que ofrece en su charla son impresionantes. Cada fin de semana, unos 120 millones de ciudadanos estadounidenses asisten a oficios religiosos, es decir, más de los que en el curso de todo un año acuden a los estadios y gimnasios a ver o practicar algún deporte, una estadística que desbarata el antiquísimo lugar común según el cual éste es un país materialista, donde la obsesión por el dinero y el cultivo del cuerpo ha sofocado la vida del espíritu. En verdad, en nuestros días sólo en ciertos países musulmanes fundamentalistas la religión absorbe a tanta gente y por tanto tiempo como en la patria de Walt Whitman.

Uno de los rasgos más constantes de la democracia norteamericana, la estricta división que separaba al Estado de la práctica religiosa, confinada desde el despuntar de la República en el dominio privado, no sólo se ha visto sistemáticamente erosionado a raíz de este renacimiento religioso; la impregnación de aquél por ésta es tal que lo ha convertido en letra muerta. En teoría, el Estado sigue siendo laico, de modo que garantiza el libre ejercicio de todas las religiones, así como el agnosticismo y el ateísmo, pero, en la práctica, la religión juega un papel creciente, y a veces arrollador, en las acciones de gobierno, a todos los niveles de la Administración. Porque este impetuoso rebrote de la religión en la sociedad norteamericana viene acompañado de una militancia política y un designio inequívoco: poner un límite a la secularización de la vida y la cultura y modelar a éstas cada vez más conforme a los principios y valores tradicionales de la religión cristiana.

Las consecuencias de este fenómeno se dejan sentir en todos los campos, y, principalmente, en la educación. Lo señala, de manera dramática, un editorial de The New York Times del 26 de abril, explicando que el Gobierno del presidente Bush, pese a haberse comprometido a no usar recursos federales para fomentar actividades religiosas, lo ha hecho "canalizando miles de millones de dólares de los contribuyentes hacia las iglesias y otras instituciones de cuño religioso", que utilizan esos fondos para "hacer proselitismo e imponer exigencias religiosas a quienes ofrecen empleo". A veces, esos subsidios se emplean en construir o reparar iglesias, o, en las cárceles, para programas de reeducación y formación de los penados que tienen un explícito objetivo evangelizador. Muchas organizaciones libertarias y de derechos humanos han intentado frenar esta política acudiendo a los tribunales, a reclamar que el Estado respete el laicismo constitucional, hasta ahora sin mayor éxito. Algunas escuelas públicas, temerosas de ver recortados sus recursos, ya no se atreven a desarrollar el tema de la evolución en las clases, y optan por la explicación bíblica del origen de la vida, tal como lo exigen los movimientos fundamentalistas. Escribo este artículo en San Francisco, donde, ayer, en un recorrido por los alrededores de la ciudad, advertí que en casi todas las escuelas que cruzábamos había carteles invitando a encuentros religiosos.

En el campo político, una de las secuelas del exitoso militantismo religioso fundamentalista ha sido la desaparición, en el Partido Republicano, de la corriente liberal, que siempre coexistió con, y a veces superó al, sector conservador, que ahora poco menos que monopoliza el partido. Así lo afirmaba, con cierta angustia, en un artículo reciente, el ex senador republicano John Danfort, para quien su partido se ha convertido en "el brazo político de la derecha religiosa", algo que, a su juicio, es una grave amenaza para el futuro de los republicanos. Pero no en el presente; por ahora, lo beneficia. Gracias a la alineación del Partido Republicano con los movimientos cristianos fundamentalistas ganó Bush su reelección, en unas elecciones en las que, según el profesor David Gergen, los católicos estadounidenses, de predominio conservador, que habían votado siempre en su mayoría por el Partido Demócrata, votaron masivamente por los republicanos.

Los estudios del profesor Gergen muestran que este avance considerable de la derecha conservadora y el movimiento religioso fundamentalista tiene su base más sólida en "el país profundo", aquel que es el menos visible, porque carece de eco en los grandes medios de comunicación. Éstos expresan sobre todo la problemática y las aspiraciones de un público urbano, el de las grandes ciudades, y aquéllos reclutan a sus militantes sobre todo en el mundo rural, en las aldeas y comunidades de la periferia, cuyos modos de vida, valores, creencias y prácticas se han ido distanciando cada vez más de las costumbres y usos de las grandes ciudades, sobre todo cuando éstas, a partir de los años sesenta, se liberalizaron de manera extrema en el campo sexual y prendió en ellas la cultura de la droga. El gran ventarrón de libertad que, desde los sesenta, con los poetas beatniks, los happenings multitudinarios, los entreveros colectivos de los hippies y la música pop, enardeció la sensibilidad de los jóvenes de medio mundo -Jean François Revel vio en ella la revolución de más trascendencia en la vida moderna-, a las familias norteamericanas del interior, formadas en la vieja moral puritana del trabajo, la austeridad, el orden y el patriotismo, las espantó. Y muchas empezaron a tomar en serio a los pastores que, cada domingo, en los púlpitos advertían que, con la "contracultura", Satanás había empezado a tomar posesión de Norteamérica.

En las últimas elecciones, todo el sector ciudadano que entemas sociales, culturales y políticos encarna la vanguardia y el progreso, votó por Kerry. Así, por ejemplo, entre las parejas que cohabitan sin estar legalmente casadas, una mayoría aplastante lo prefirió a Bush. En cambio, los matrimonios, y sobre todo los de larga data, eligieron a éste. Casi como norma, las comunidades de los suburbios, de profesionales, ejecutivos, funcionarios y trabajadores, votaron por la re-elección, en tanto que, entre los divorciados, los solteros, las minorías sexuales, los agnósticos y ateos, los demócratas merecieron la más alta votación. Artistas, intelectuales, profesores, se inclinaron por Kerry; amas de casa, empleados, rentistas, industriales, por Bush. El profesor Gergen refuta vigorosamente la tesis, tan extendida, de que en la política de Estados Unidos las ideas importan poco y que los ciudadanos deciden sus afiliaciones y votos por razones crasamente pragmáticas. Las encuestas que ha dirigido demuestran, por el contrario, que "las ideas" juegan un papel estelar en la vida política norteamericana. Y afirma, con énfasis, que lo que está ocurriendo en la sociedad de Estados Unidos se debe, de manera esencial, a que ha sido "la derecha la que en los últimos años ha mostrado mayor creatividad en el campo de las ideas". Desde luego, presentar ideas novedosas no quiere decir que estas ideas sean acertadas y beneficiosas para el país. Pero en buena parte lo que está sucediendo en Estados Unidos se debe, según él, a que los demócratas, los liberales, los progresistas, se hallan todavía enfeudados a viejos clisés, a una retórica política que la evolución de la historia moderna ha privado de sustancia y de verdad, y eso ha llevado a muchos hombres y mujeres norteamericanos a dejarse seducir por la aguerrida propaganda de los nuevos misioneros, que, alegando el peligro de desintegración moral y de anarquía social y política que supuestamente amenaza al país, les ofrece la seguridad granítica que está siempre de parte de las verdades absolutistas y de los cómplices del más allá.

En el debate que siguió a la fascinante conferencia del profesor David Gergen -doy apenas una pobrísima sinopsis del cuadro que trazó- muchos norteamericanos, algunos demócratas, otros republicanos, refutaron sus tesis, alegando algunos, por ejemplo, que en el Partido Republicano, aunque momentáneamente desplazados, los liberales están lejos de haber sido eliminados, y, otros, que en el propio Partido Demócrata hay sectores que hacen causa común con el fundamentalismo y militan contra el aborto, el control de la natalidad, la experimentación con células madre y los matrimonios gay. Seguramente es cierto, como también lo es que, por grave que sea la fuerza que ha adquirido en la vida pública de los Estados Unidos la derecha fundamentalista -nada más adecuado para definirla que aquello de "a Dios rogando y con el mazo dando"-, la democracia no está aquí a punto de desplomarse. Este país no ha conocido jamás una dictadura y la cultura democrática está enraizada tanto en las instituciones como en las costumbres de la gente, que la practica en las agrupaciones de barrio y calle, tan activas y vigilantes que ellas son acaso la fuerza motora más importante de fiscalización del Estado. Aunque callado y de horizonte local, el trabajo de estas organizaciones de base es fundamental para combatir la corrupción, fijar a los municipios y a los representantes una agenda que tenga en cuenta las necesidades y anhelos de los ciudadanos y, acaso más que todo, para asegurar canales permanentes de participación de la mujer y el hombre del común en la vida cívica. Me parece imposible que en una sociedad donde el ejercicio de la libertad está tan extendido a nivel individual, el fanatismo fundamentalista pueda terminar por imponerse estableciendo un Estado confesional.

¿Qué ha echado a un sector tan grande de norteamericanos en brazos de la derecha religiosa? Sin duda, un factor ha sido el rechazo de una radical liberalización de las costumbres y de los valores que a muchos aturdió y asustó, porque los arrancaba de golpe, sin transición, de un sistema de vida tradicional y los enfrentaba a una inquietante incertidumbre. Otro factor importante ha sido el terrorismo, que, el 11-S, con la destrucción de las Torres Gemelas y parte del Pentágono y los tres mil y pico de víctimas, reveló brutalmente la debilidad de un sistema al que la mayoría de estadounidenses creían todopoderoso, invulnerable. El impulso patriótico que trajo como corolario el feroz atentado del 11-S fue hábilmente aprovechado por el extremismo conservador, que acusó a los liberales y progresistas de haber sido débiles, y a veces cómplices, con el enemigo. En el debate que siguió a la exposición del profesor Gergen, alguien aseguró que la imagen de la esbelta Jane Fonda, en los años setenta, sonriendo encaramada sobre un cañón antiaéreo de Vietnam del Norte, mientras miles de prisioneros norteamericanos se pudrían en los campos de concentración de ese país, ha ganado más partidarios a la derecha republicana que los discursos de decenas de pastores evangélicos fundamentalistas.

Todo esto lleva a preguntarse si, a veces, las reformas y la modernización que nos parecen fundamentales para dejar atrás el oscurantismo y la barbarie, no deben hacerse paso a paso, sin precipitación, para evitar que resulten contraproducentes. Por más abierta y avanzada que sea una sociedad, no todos sus ciudadanos progresan de la misma manera; algunos van muy rápido, otros muy despacio y hay quienes apenas se mueven. Forzar la modernización a un ritmo que rompe los consensos puede provocar una marcha atrás, una movilización que, a la vez que frena lo que se ha conseguido, puede retroceder a un país a etapas que parecían absolutamente superadas. Algo de eso está pasado en los Estados Unidos. En los años sesenta y setenta, cuando uno visitaba ciertos círculos de New York, San Francisco, Chicago, Los Ángeles, tenía la sensación de estar asistiendo al nacimiento de una nueva civilización, emancipada de prejuicios y de rémoras, en la que la libertad reinaría en adelante, sin límites. Era una quimera imaginar que ese "país profundo" adoptaría de inmediato las nuevas ideas, los nuevos valores, las nuevas modas que cocinaban las vanguardias. Lo que nadie imaginó es que la reacción frente al "desorden" moral, sumada a la inseguridad ante al porvenir que produjo la matanza del 11-S, haría de la religión la protagonista mayor de la vida política en Estados Unidos en los albores del tercer milenio.

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