Director, dictador
La clamorosa dimisión de Riccardo Muti en La Scala actualiza la compleja relación entre la dirección artística y la gerencial
La palabra misma lleva inscrito el conflicto. Director, conductor, condukator. Del latín ducere, conducir: el maestro infalible que guía al colectivo de músicos que forman la orquesta. La historia de las complejas relaciones entre uno y otros arranca de lejos. Aún en el siglo XVIII, el director era un primus ínter pares que coordinaba el conjunto desde el continuo, normalmente el clavicémbalo, encargado de realizar el bajo cifrado y fundamentar de este modo el edificio armónico. El director era el que daba el acorde y de paso marcaba el tiempo, pero no se le suponía ningún liderazgo especial de expresión: ésta era un propiedad horizontal colectiva, resultante de la suma de talentos individuales. La aparición del instrumento solista, en pleno barroco, marca el despegue de la autonomía del primus que va a dejar de sentirse ínter pares para ascender -no consta con cuánta presunción injustificada- a la categoría de concertino, el solista que diseña la obra a la que el tutti orquestal sirve en calidad de acompañamiento.
Hasta ahí, con todo, se puede decir que el director es todavía uno de los nuestros, un artesano que por más liderazgo que asuma no deja de jugarse los dedos sobre las semicorcheas. El gran divorcio viene más tarde, con el romanticismo: el director abandona el instrumento para subirse al podio y agarrar un frágil cetro de madera o hueso, símbolo de su poder omnímodo: la batuta. Investido de tal guisa, se convierte en maestro concertatore, gran demiurgo que ya no toca teclas o cuerdas, sino -¡hay motivos de alarma!- almas.
Ahora bien, es notorio que las almas, y menos que ninguna las del siglo XX, se dejan guiar así como así. La gran parábola de esto la ha trazado, una vez más, Federico Fellini en su visionaria película Ensayo de orquesta, rodada para la RAI en 1979. Un ensayo que se realiza en una vieja capilla afrescada, con unos músicos-funcionarios pendientes de sus reivindicaciones sindicales para desesperación de un director de acento germánico que habla en nombre del gran Arte. La revolución consigue sustituir al iluminado líder por un metrónomo gigante que marca el ritmo mecánicamente. Pero hete aquí que llega la piqueta y arrasa la capilla. La última imagen es desesperada: el director entre ruinas, convertido en un nuevo führer-duce, ordenando a los profesores el regreso a los atriles. Música (espléndida) de Nino Rota.
Fellini conoció en parte las trifulcas de Riccardo Muti con la gerencia de La Scala de Milán, pero no llegó a presenciar el final del culebrón, acaecido a principios de este abril: la clamorosa dimisión del director napolitano y el nombramiento, hace unos días, de Stéphane Lissner como sobreintendente sucesor de Carlo Fontana, quien dejó el cargo en febrero por presiones de Muti. Pero Fellini sí estaba familiarizado, por ejemplo, con las sucesivas crisis de Karajan con la Ópera de Viena y luego con la Filarmónica de Berlín.
La primera gran espantada de Der Gott -"el Dios", así fue sobrenombrado- data de 1962, cuando dimitió como titular de la Filarmónica de Viena por un conflicto salarial con los tramoyas en cuya mediación fue dejado de lado. No era el primero en dimitir del cargo -con anterioridad lo habían hecho Weintgarner (1911), Strauss (1924), Schalk (1928), Clemens Krauss (1924)-, pero armó un buen ruido que pagó Tullio Serafin, testigo perplejo de una sonora prostesta a favor del director alemán al final de su Ballo in maschera ofrecido en la capital austriaca. El regreso de Der Gott al mes siguiente para dirigir Aida fue apoteósico: en el atril le esperaba un teatral ramo de rosas y a función terminada el teatro se venía abajo, según ha relatado Marcel Prawy en Die Wiener Oper. Un año más tarde, Karajan se enfrentaría con el director artístico Egon Hilbert por la contratación de un maestro suggeritore (un apuntador). La trifulca acabó en huelga anunciada desde el escenario por Karajan y Hilbert, quien no dudó en besar a Der Gott tratando de dar por superado el enfrentamiento. Un beso que estremeció a media Europa y que no evitó que Karajan acabara marchándose.
La última gran trifulca del director fue con la Filarmónica de Berlín por el caso Sabine Meyer, una clarinetista de 23 años a quien quiso franquear la entrada en plantilla y lo consiguió, aunque un año más tarde la joven dejó el puesto por presiones insufribles con cierto aroma de machismo.
Tal fue la influencia de Karajan, que incluso depués de muerto creó tensiones. El encargo hecho a Muti de que dirigiera un Réquiem de Verdi en Salzburgo, en 1989, con la Filarmónica de Berlín coincidió con el regreso al festival de Claudio Abbado para dirigir ópera al frente de los filarmónicos vieneses, de quien Karajan había sido el anterior titular. La tirantez entre los dos italianos fue, en definitiva, un regalo póstumo del gran Herbert.
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