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IDA y VUELTA
Columna
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Jenny Marx

Siempre que llega el Día del Trabajo, trabajo. Es por llevar la contraria, en efecto. Pero es que, además, trabajar me ha atraído siempre. Estoy hablando del trabajo bien hecho, del lavoro ben fatto. Creo que mi manía de trabajar viene de algo más profundo que el miedo al vacío y que seguramente está relacionada con una idea de la dignidad humana. Tengo la impresión de que estamos hechos para una actividad apuntada a un fin y de que el ocio, o el trabajo carente de sentido (como aquella repugnante leyenda, "el trabajo hace libre", que inscribieron los nazis en el pórtico de Auschwitz), es fuente de padecimientos y produce atrofia. Y de inmediato me viene a la memoria un albañil italiano de ese campo de concentración del que nos habla Carlo Levi en Si esto es un hombre, el libro sobre su experiencia en Auschwitz. En conversación con Philip Roth, cuenta Levi que ese albañil le confirmó que la necesidad del trabajo bien hecho es tan fuerte que empuja a la gente a cumplir su cometido incluso en situaciones de esclavitud: "El albañil italiano odiaba a los alemanes, su comida, su lengua, su guerra; pero cuando le pusieron a levantar paredes, las levantó rectas y sólidas, no por pura obediencia, sino por dignidad profesional".

Soy un fanático del trabajo. Creo que lo soy tanto como los personajes de un cuento que no hace mucho leí y que narraba la historia de un matrimonio de exiliados españoles en París que adoraban tanto el trabajo bien hecho que se veían frustrados e invadidos por una gran melancolía siempre que llegaba el 1 de mayo y tenían que dejar de trabajar para acudir a la gran manifestación obrera. A los personajes de ese cuento les imagino regresando un día a su país y quedándose horrorizados al ver nuestra terrorífica actualidad, espantados al ver a todos esos personajes -radio y telepredicadores, por ejemplo- que se dedican a exaltar la inquina, la zafiedad y la chapuza, el trabajo mal hecho, nuestra gran pasión nacional. A veces, ya en sueños, horas después de haber apagado el televisor, aún creo que oigo a los exaltadores de la mentira y la chapuza cantar aquello de que "es una lata el trabajar". En realidad, es una lata ver cómo trabajan ellos, ver cómo utilizan la suciedad -su despiadada basura televisiva, por ejemplo- como deliberado elemento de confusión en nuestra sociedad.

Viéndoles, siempre pienso que, de tener dignidad profesional, ellos mismos nos podrían alejar de la atrofia, es decir, de la muerte. ¿O tal vez es precisamente la muerte lo que esa gente busca? Ellos no saben que para un hombre puede ser esencial justificarse ante la muerte con una tarea bien hecha. Es lo que decía Borges que había intentado Hemingway toda su vida. Y una obra bien hecha puede ser aquella que se levanta y lucha contra la muerte.

Escribo esto en un bar que está muy cerca del número 38 de la Rue Vaneau de París, del apartamento en el que en 1843 se instaló Karl Marx en su primera estancia en esa ciudad. No todo el mundo sabe que en esa casa nació su primera hija, Jenny Marx, y lo hizo nada menos que un 1 de mayo, el del año 1844, un día de mucho viento. Jenny fue periodista y no demasiado feliz, por no decir que fue desgraciada. Y murió joven, avanzándose en muchos años a la masacre de obreros en Chicago que convertiría la fecha de su aniversario en la jornada reivindicativa del Día del Trabajo. Ahora, al escribir todo esto, me invade una modesta satisfacción cuando pienso que la pobre Jenny Marx y su padre, una vez más, han vuelto a ser recordados. A veces uno trabaja sólo para cosas así. Para luchar contra el olvido, por ejemplo, o para honrar a los muertos.

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