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Columna
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Sánchez Ferlosio

Una boda me lleva a Alcalá de Henares la víspera de la entrega del Premio Cervantes a Rafael Sánchez Ferlosio, un 22 de abril, cuando se ha iniciado en el Círculo de Bellas Artes la lectura del Quijote. El programa Hoy por hoy de la cadena SER se emite ese día desde Alcalá y, al entrar en esta ciudad de 170.000 habitantes, oigo en este programa a Ferlosio que dice que no ha aceptado abrir la lectura del Quijote en el Círculo, como es costumbre que lo haga el galardonado con el Premio Cervantes, porque el acto le parece una pantomima. Es obvio que, en su discurso, pantomima tiene un sentido peyorativo y, como lector que he sido de, al menos, algunos fragmentos de su primera novela, Industrias y andanzas de Alfanhuí, que lanza a volar la imaginación, me hago sobre la marcha algunas preguntas: ¿será también una pantomima -en este caso, sin sentido peyorativo- la entrega del Premio Cervantes del día siguiente?, ¿asistirá Sánchez Ferlosio al acto?, ¿por dónde irá el preceptivo discurso que tendrá que pronunciar en el caso de que asista al acto que presiden los Reyes?

Con un par de preguntas más que me hago, dada la velocidad con la que pasa el tiempo, me encuentro, a la mañana siguiente, de nuevo en Alcalá con el recuerdo de otro azar del día anterior que quizá le habría divertido a Sánchez Ferlosio. Hacia las siete de la tarde del viernes, unos operarios habían desplazado de su sitio una estatua de Cervantes, instalada frente a la casa a él dedicada, y allí andaban con la aparente intención de llevársela en un camión que allí amenizaba la tarde. Tenía intención de ver el alzamiento de la estatua al camión, pero, como los operarios se lo estaban tomando a pecho y se veía que de ningún modo iban a precipitarse, y no tenía intención de pasar la noche en Alcalá, terminé yéndome sin asistir al desenlace de la curiosa aventura de ver retirar -y en la propia ciudad del bautismo del autor- una estatua de Cervantes en el centenario mismo de la publicación del Quijote. ¿Se trataba de un acto de mimetismo del Ayuntamiento de Alcalá que, emulando al Ministerio de Fomento que retiró en Madrid la estatua ecuestre de Franco, la tomaba ahora con la primera estatua que tenía más a mano y también la retiraba de la vía pública? Antes de responderme a esta pregunta que me hacía ya en la mañana del sábado 23 de abril, Día del Libro y de la entrega del Premio Cervantes, Ferlosio ya estaba a punto de recibir el más noble premio de nuestras letras de manos del Rey y subía a la cátedra del paraninfo de la Universidad de Alcalá dispuesto a leer su discurso. A un escritor lo único que hay que exigirle es que escriba bien -y Sánchez Ferlosio en este terreno tiene el reconocimiento de hasta sus imposibles detractores- y nadie puede pedirle que también lea bien en público porque ése es ya otro oficio. No cometí el error de intentar seguir su discurso porque, si los textos escritos de Ferlosio ya exigen para seguirlos alta concentración, la intelección de un discurso suyo leído es algo que yo encomiendo a mi segunda o tercera reencarnación. Mientras escuchaba el discurso hice lo que recomienda san Ignacio de Loyola -por cierto, su nombre ahí resplandecía grabado en una pared del paraninfo junto con el de fray Luis de León y otros prohombres de nuestras letras- a la hora de la meditación espiritual: tomaba alguna palabra aislada del discurso de Ferlosio -carácter, destino...- y meditaba sobre las ventajas de esa modalidad de lucha japonesa, que es el karate y que, contra lo que recomienda el gramático Manuel Seco, la mayoría de los españoles pronuncian, con acentuación esdrújula, kárate. Y como por el hilo de Alfanhuí se saca el ovillo del Pinocchio, de Carlo Collodi, que prologó Ferlosio, vine a pensar, claro, en Destino, la editorial que publicó El Jarama -y esta novela sí la leí entera y con el mayor entusiasmo: la prosa es muy superior a la de Alfanhuí- y me acordé de Jaime Gil de Biedma, que escribió, literalmente, que Ferlosio, tras escribir El Jarama, dejó de escribir novela simplemente por joder, algo muy típico del español. No cometeré el error de prestar asentimiento a esta opinión de Gil de Biedma: ignoro por qué Ferlosio aparcó la novela y se enclaustró en el cenobio de la lingüística y de la filosofía. Quien tiene la llave de estos secretos es la agente literaria Carmen Balcells, un ser enviado por la providencia para atarles un poco los machos a los editores, y que asistía feliz a la entrega del premio.

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