Lluvia de vidrio
En sus Cartas a las mujeres de España, María Lejárraga, sirviéndose de la máscara de su marido Gregorio Martínez Sierra (la máscara-Martínez Sierra se sirvió toda una vida de la voz-Lejárraga), aconsejaba sobre temas que, al enumerarlos, nos desconciertan con su mezcla de cosas rancias y frescas, serias e intrascendentes: la caridad social, el aburrimiento, la felicidad, el amor a la Patria, la primera mujer doctorada en Medicina, la compostura, la primavera, el derecho a trabajar. En muchas adivinamos a la mujer que se anticipó a su época. A la pregunta de qué, cómo y dónde deben y pueden estudiar las mujeres, Gregorio que es María las animaba a estar dispuestas "a enmendarle un poco la plana al destino". Tres materias tenían prioridad: Ciencias, Leyes e Historia. Al estudio de las Leyes le señalaba dos fines: "Muchas mujeres sufren injusticias que no están obligadas a sufrir, sólo por ignorancia de las leyes que rigen al país en que viven... Estudiad, pues, el Código, para saber vuestra situación verdadera dentro de la familia y del país". El otro fin es el de aprender a descubrir la injusticia dentro de la apariencia de justicia legal: "Vosotras estáis llamadas a dictarla, en unión con nosotros, en plazo no lejano". Las Cartas, en la edición que manejo -ya incluidas como volumen dentro de las Obras completas de Martínez que es Lejárraga- están fechadas en 1923. María murió en Buenos Aires en 1974, a seis meses de cumplir cien años. La mujer que había aconsejado a sus contemporáneas estudiar Derecho se revolvería sin duda con satisfacción en su tumba del cementerio de La Chacarita si pudiera conocer las leyes que se están aprobando hoy en el país del que tuvo que exiliarse.
La polémica generada por la legalización de los matrimonios homosexuales deja en segundo plano la relevancia de otras órdenes, leyes y resoluciones aprobadas en los últimos meses. El BOE está increíble. Merece la pena, haciendo caso a la Lejárraga, echarle un vistazo. Las exigencias de igualdad ya no son anhelos flotantes: se están materializando poco a poco en leyes asombrosamente concretas. Lean, por ejemplo, el Plan para la Igualdad de Género en la Administración General del Estado. A nuestras abuelas les habría parecido literatura utópica: a la altura de 1961 el acceso de la mujer casada a la Función Pública se encontraba limitado por "la potestad de dirección que la naturaleza, la religión y la historia atribuyen al marido".
Pero a María Lejárraga le habría sorprendido quizá más, como escritora parasitada y en sombra que fue, la convocatoria de los Premios Nacionales del Ministerio de Cultura en 2005, una orden que exige paridad en los jurados que han de seleccionar las obras y autores premiados. ¿A qué se debe que entre los premios Cervantes haya solamente dos escritoras galardonadas -María Zambrano y Dulce María Loynaz- en veinticinco años de historia, o que sólo en 2003 una poetisa, Julia Uceda, alcanzara por primera vez el Nacional de Poesía? Un asunto aparte lo constituyen los premios comerciales convocados por editoriales poderosas: por razones de rentabilidad -las mujeres son el colectivo lector más numeroso- se premia a una autora que practica una escritura complaciente destinada al nuevo gueto. Pero muy pocas de esas escritoras alcanzan luego los galardones prestigiosos de la oficialidad.
Para explicar la escasez de premiadas se invoca a la Naturaleza o a "Lo-que-hay-es-lo-que-hay". En los años sesenta también se invocaba a la naturaleza para justificar la discriminación en la Ley de Funcionarios Civiles: se aludía borrosamente a esos "hechos o circunstancias naturales de tan fácil y obvia comprensión que resulta redundante o inútil su justificación en detalle".
Luego está la invocación al Tiempo como juez imparcial: el Tiempo, creían unos y confiaban otras, acaba por poner las cosas en su sitio. Pero ¿quién es el Tiempo? ¿Dónde estudió Leyes? ¿Dónde hizo las oposiciones a la judicatura? Todas las aproximaciones filosóficas se demoran en pintárnoslo como flecha, como espiral o círculo. Pero ¿cuál es el sexo del Tiempo? Hasta el presente se ha comportado como un ogro misógino. En su Saturno devorando a sus hijos, la terrible pintura del Goya más sombrío, el dios monstruoso devora a un varón: de los caballeros, el Tiempo deja al menos los esqueletos y los nombres, las lápidas, las obras al borde del camino. Pero a las mujeres las devora sin dejar rastro; a algunas escritoras del pasado les ha sorbido incluso el rastro del recuerdo. Podríamos confiar en la bondad juiciosa del Tiempo si no se hubiera tragado sin piedad los nombres de Rosa de Gálvez, Luisa Sigea, Margarita Hickey, Renée Vivien, Mercedes Matamoros, o la identidad en vida de la Lejárraga, o el prestigio independiente de Concha Méndez o de María Teresa León, o las ganas de hacer carrera literaria de Carolina Coronado. Al Juez Supremo hay que echarle una mano: "enmendarle la plana al destino", como diría María Lejárraga, que habría merecido asistir a los cambios de estos tiempos. Por fin llueven trocitos de vidrio: los techos de cristal se están rompiendo.
Aurora Luque es autora, entre otros, de los poemarios Camaradas de Ícaro (Visor, 2003) y Transitoria (Renacimiento, 1998).
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