Pleitos
Fui abogado joven en Valencia, en tiempos de la transición, y recuerdo días de mucho calor y futbolistas famosos bebiendo en la tarde, no lejos de los juzgados (aunque sin relación con ellos). Recuerdo colegas de barba blanca y de muy extravagante trayectoria. Recuerdo procuradores eficaces y bondadosos. También recuerdo que me gustaba redactar demandas y querellas, pero que me sentía incómodo en los foros, donde sucedía un mundo raro para mí, lleno de claves misteriosas que manejaban hombres veteranos que eran como pequeños ídolos administrativos. Y no olvido que leí por entonces, cuando el desánimo me atacó, unas declaraciones de Joan Fuster, donde contaba su trayectoria como letrado incipiente, unos treinta años antes, y donde venía a sacar la misma conclusión que un servidor: esa extrañeza que sintió el que luego sería gran ensayista cuando tuvo que atender clientes, ir al juzgado o visitar la sobrecogedora cárcel Modelo.
En 1978, cuando debuté, Valencia tenía 720.000 habitantes y unos veinticinco juzgados que no podían evitar una gran lentitud en el cumplimiento de sus infinitas obligaciones. Casi treinta años después, Valencia tiene un diez por ciento más de habitantes y más del doble de juzgados y, curiosamente, los retrasos y el agobio laboral de ese mundo sabio de la ley aplicada no sólo se han reducido, sino que han aumentado seriamente. Y de poco parecen haber servido los juicios rápidos o la revolución informática. Cada año crece geométricamente el número de procedimientos, de juzgados y de profesionales, pero también crece el inexorable retraso. El presidente del Tribunal Superior de Justicia habla de 142.000 sentencias sin ejecutar y uno se horroriza. Uno supone que la Administración de Justicia -ilustre mundo al que pertenece buena parte de mi familia- no tiene remedio y que si mañana, por poner un ejemplo, crean un juzgado en las Columbretes (que están deshabitadas por lo general), en un par de años hay mil sentencias sin ejecutar. Es el milagro de la multiplicación de los pleitos.
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