La cama
Gran parte de nuestra vida la pasamos en ella, mientras deambulamos por regiones exóticas y líquidas, por ciudades esquemáticas y descoyuntadas, al capricho de esa brújula imprevisible que llamamos subconsciente, ese controvertido invento vienés que contiene nuestro lado oscuro y monstruoso, el sueño salvaje de nuestra razón, la pesadilla latente de nuestro pensamiento.
La vestimos en invierno con sábanas de franela, la cubrimos con edredones rellenos de plumas de patos muertos o de fibra artificial, o con mantas que huelen siempre a frío cautivo. La aligeramos en primavera de forma progresiva, sin fiarnos mucho de los bandazos meteorológicos propios de la estación, que es veleidosa. La dejamos casi desnuda en verano, para ir añadiéndole poco a poco, en cuanto llegue el otoño con sus dedos de plata, las sábanas de franela acogedora y el edredón espumoso, la manta amiga y la colcha espesa, porque hay que ir refugiándose. Lo mismo que nosotros, en fin. A nuestro ritmo.
La cama es un lugar muy peligroso en cuanto cerramos los ojos. Podemos caernos a un abismo que es a la vez una estrella giratoria. Podemos acabar luchando contra un dragón de siete cabezas o devorados por una multitud de animales pequeños de ojos brillantes. Podemos conversar con los muertos. Podemos besar a quien nunca querría besarnos o a quien nunca nos gustaría besar. Podemos regresar al colegio o a la mili, esas dos recurrencias del ya citado invento vienés. Alguien puede asesinarnos. Podemos asesinar a un espectro desvaído que tiene el rostro de alguien a quien queremos. Puede pisotearnos un caballo barroco y fantasmal montado por un zombi salido de repente de una ciénaga encantada. Puede pasarnos su lengua por la cara un reptil. Podemos hundirnos en un mar de arena o en desierto de agua.
La cama es un lugar muy peligroso, ya digo. Durante el día, la cama es un mueble que no existe, que no vemos, que está ahí sin estar. Le quitan protagonismo los sofás, las butacas y butacones, en los que echamos acaso una siesta, ese sueño de serie B, ese simulacro de navegación alucinada, porque preferimos no adentrarnos en los mundos imprevisibles y mágicos de la cama a plena luz del día, por lo que pueda pasar. Pero llega la noche y nos vemos obligados a disfrazarnos de durmiente, a ponernos un pijama, que es algo así como el uniforme de expedicionario de los trasmundos hipnóticos, y allá vamos, a lo que nos echen, como quien entra en un cine sin ver qué película ponen. Y la película no tarda en proyectarse: aparecen las figuraciones inquietantes y etéreas, las sombras escurridizas, las voces en off que nos amenazan mediante discursos entrecortados, y esos lugares que parecen escenarios de la nada misma, con su esquematismo helador de páramo metafísico... Qué sé yo.
Cada vez que paso ante el escaparate de una tienda de colchones, me estremezco: ahí están esos pequeños reinos de la alucinación, que serán nido de ácaros, escenarios mullidos del amor y de la pesadilla, depósitos de irrealidades, historias de las 1.000 y una noches a lo largo de miles de noches, todas ellas distintas, todas ellas tan raras.
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