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Control y efectividad

Una vieja leyenda, oída en los pasillos ministeriales, hablaba de un centro tecnológico ganadero que investigaba el porcino, ovino y vacuno. El centro no disponía de animales de investigación excepto en uno de sus departamentos, que contaba con unas vacas frisonas altamente productivas. A raíz de algún escándalo ajeno al centro se realizó una auditoría en éste. La asimetría departamental en cuanto a cabaña ganadera llamó la atención a los auditores, quienes se preguntaron la razón por la que sólo un departamento disponía de los imprescindibles animales para desarrollar sus investigaciones. La respuesta era sencilla, las dotaciones económicas para alimentación eran transferidas en noviembre, en tanto que los animales tenían la buena costumbre de comer desde enero. Esto aclaraba que no hubiese animales en dos departamentos, pero dejaba al descubierto la sorprendente supervivencia de las frisonas. No fue difícil entenderlo, pero fue imposible justificarlo. El jefe de departamento de vacuno, un investigador honrado y entregado a su labor, había ingeniado un sistema para alimentar las vacas desde enero hasta noviembre: al llegar las transferencias, había conseguido que un comerciante de la localidad le suministrara algunas facturas ficticias que le permitían justificar unos gastos inexistentes en tanto guardaba los ingresos recibidos para destinarlos a comprar al mismo comerciante el alimento para los animales durante el siguiente ejercicio, provisión que se realizaba sin mediar factura, aunque el jefe de departamento contabilizaba rigurosamente en una libreta todos los gastos. Las acusaciones por falsificación de documentos, disposición de caja B y malversación de fondos públicos llevaron al investigador a la cárcel. Y las frisonas acabaron en el matadero, ante la imposibilidad de alimentarlas.

Aunque este relato sea una fábula, sigue siendo cierto que el funcionamiento de la Administración pública cuenta aún con procedimientos tortuosos que gravan con severidad la hipotéticamente exigible eficacia. A su vez, ante situaciones de aguas revueltas se tiende a incrementar el rigor, entendido como la adición de mayor complejidad, de nuevos controles previos, de procesos más sofisticados, de nuevos registros. Se trata de impedir o dificultar cualquier desviación de una norma cada vez más rígida, al precio, sin embargo, de alejar la deseada eficacia administrativa. Ello comporta, no pocas veces, que desde las posiciones profesionales más responsables y preocupadas por el buen hacer de la cosa pública se ingenien caminos creativos que se sitúan en la interpretable frontera de la legalidad.

Es cierto que se han realizado progresos en cuanto a agilidad administrativa, especialmente de la mano de las nuevas tecnologías de la información. Pero si bien los progresos no pueden ni deben negarse, queda todavía demasiada distancia por recorrer. De modo paradójico, las mejores aportaciones en cuanto a eficiencia de servicios públicos han sido protagonizados por instrumentos paralelos a la Administración (agencias, empresas públicas) que pueden sortear, de alguna manera, el laberinto burocrático. Este hecho añade un elemento más de controversia, como si la única vía para agilizar y flexibilizar la Administración pública fuese separándose de ella.

El problema tiene tanta historia como la propia Administración pública, pero ello no debería ser excusa para no abordarlo. Efectivamente, tras cada nueva complejidad administrativa existen unos costos que van en detrimento de unos mejores servicios públicos. Ello podría estar plenamente justificado si tras la nueva complejidad se obtuviera un mejor control que impidiera cualquier uso indebido del patrimonio común. Pero lamentablemente, éste no parece ser el resultado. La rigidez de algunos procedimientos y la temporalidad dilatada para llevarlos a cabo son obstáculos que alejan la norma de la realidad y, tal como dice la sabiduría popular, los hechos son tozudos y acaban imponiéndose, aunque a precio de ineficiencia a través de caminos imaginativos cargados de alta cosmética, con riesgos de descontrol quizá mayores que los que se quería evitar. Y con el riesgo añadido de que tras un rosario de controles previos perdamos de vista el verdadero objeto de control y pasemos a ser meros controladores de formalismos.

Es necesario garantizar el buen uso del patrimonio público, pero este buen uso debe incluir también dentro de sus objetivos la eficacia, la eficiencia y la calidad de los servicios prestados. Compatibilizar equilibradamente los distintos aspectos nos lleva a insistir en la gestión de los objetivos, en normas flexibles, en rigor absoluto para garantizar la transparencia y la concurrencia, y, especialmente, en la responsabilidad como base para un control eficaz. En este sentido, aun con la certeza de expresar cierta herejía, creo que deberíamos buscar soluciones en las formas de control a posteriori. Cuando salimos de la ciudad en coche no encontramos un control previo y exhaustivo que revisa el estado del coche, la corrección de nuestro permiso y el estado de posible embriaguez del conductor. Si ello fuese así, probablemente no habría menos accidentes pero sí demoras infinitas y costos administrativos absurdos. Sin embargo, nos sentimos cada vez más seguros en la medida que existen unos eficaces y selectivos controles a posteriori (en ruta) y unas cada vez mejores orientaciones al ciudadano. El control previo y rígido es paralizante, costoso e ineficaz como tal control. Por el contrario, las formas de control a posteriori, de las que es paradigma la auditoría, permiten una actuación eficiente, otorgan la responsabilidad lógica a los directores operativos (no a los controladores) y terminan siendo más seguros y eficaces.

Ésta es una asignatura pendiente de nuestra Administración pública. Las medidas que suelen tomarse se limitan a las superestructuras (reducción de altos cargos, por ejemplo). Son medidas con valor simbólico, que a veces crean mayor dificultad al buen funcionamiento administrativo, dejando de lado el verdadero problema que se encuentra en el back office de esta gran empresa que es la Administración pública. Se trataría simplemente de convertir en normal en el sector público lo que desde siempre ha sido normal y probadamente eficaz en la empresa privada.

Francesc Reguant es economista.

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