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Columna
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Papiroflexia electoral

La papiroflexia es el arte de doblar el papel para darle la forma de un objeto o la figura de ser vivo. De pajarita, por ejemplo. Aunque las pajaritas parezcan difíciles de conseguir. Todo lo que vuela parece difícil, no tanto porque el vuelo sea sueño, es decir, deseo profundo, sino, fundamentalmente, porque es revolcón, desafío del fatalismo de la gravedad, de la inercia de la perspectiva, de la costumbre del roce o la distancia. Lleva mucho tiempo interesándome el arte de las pajaritas y creo que por fin estoy a punto de que me salga una bien. Los que me salen desde antiguo, casi sin esfuerzo, son los gorros, los barcos y esos juegos de cuatro puntas móviles en los que puedes hacer que todo cambie (el color, el mensaje) con un sencillo movimiento de las puntas de los dedos. Si no estuviéramos en domingo electoral, diría que es como votar, puedes hacer que todo cambie (la luminosidad y el texto de la vida social) con un leve desplazamiento de los dedos.

Los sombreros de papel más comunes son los de tipo Napoleón o Robin Hood, según se atraviesen en la cabeza. Esos dos personajes tienen poco que ver entre sí, representan mundos opuestos, distintas visiones de la realidad: por un lado, el despacho y la poltrona desde donde sólo se mira hacia la calle; por otro, la acera desde donde se escucha. Hay bastante diferencia. Como no me gusta hablar de los partidos el mismo día de las elecciones, me limitaré a pensar en los candidatos con gorro, a imaginar el modelo de sombrero de papel que mejor representa a cada uno. Se ve enseguida. (Hasta se distingue a quien cree compartir un Napoleón y lleva en realidad la cabeza vacía, como en un famoso cuento para niños)

Los sombreros dan mucho de sí y pueden decir mucho. Para manifestar nuestro hastío, solemos recurrir a la fórmula "estar hasta el gorro". Pienso que es el modelo napoleónico el que más cansa, el que propiamente más pone hasta el gorro. Lo atribuyo a su propensión al diseño uniformizante, al tipo único. Al piñón fijo, se podría decir también. Por el contrario, decimos chapeau como signo de reconocimiento (incluso en grado de tentativa, esto es, de esperanza). No nos quitamos ningún sombrero visible de la cabeza, pero nos descubrimos como liberándonos de un peso, agobio o temor. Chapeau, que aunque es una palabra francesa apetece más aplicarla (por lo menos a mí me apetece más) al gorro Robin Hood, que es ese modelo -menos previsible y más colectivo- que empieza atrás y mira hacia delante o, lo que es lo mismo, empieza en lo que hay y se orienta hacia el cambio.

También sé hacer barquitos de papel, incluso de esos de varios pliegues (como si dijéramos de velamen o arboladura múltiples). Pero si las pajaritas resultan difíciles sin serlo, los barcos, sin aparentarlo, son complejos. Los barcos engañan. Parecen sólo alegres y, sin embargo, encierran su punto de tristeza, de tragedia. Imaginas que son sólo para juegos y viajes de estanque, sin peligro, pero cuando ya están en el agua y empiezan a navegar, tan escorados, no puedes evitar pensar que llevan un exilio o un naufragio dentro. Que algunos barcos transportan una carga de exilio y de hundimiento incluso por las aguas tan mínimas y familiares de una fuente de toda la vida.

Y ese pensamiento me lleva a otro, aunque no quiero, el mismo día de las elecciones, hablar de los partidos, ni bien ni mal. Me lleva a otro pensamiento que es, en realidad, el primero, porque la idea de esta columna me la ha dado el votar, que es una forma de papiroflexia: coger la papeleta y doblarla para formar un objeto fijo o una figura viva. Para obtener una inercia con gorros de Napoleón y un naufragio por dentro o una sociedad viva. Como una pajarita que vuele más alto y vea más mundo y traiga ramitas en el pico. Y alegría de una vez. Sencillamente, la alegría en la punta de los dedos.

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