El Triángulo Amarillo
La geopolítica del continente asiático se agita nerviosamente. La desaparición de la Unión Soviética hace 14 años, y la incapacidad actual de Estados Unidos para llenar el espacio estratégico dejado vacante por esa dimisión, que evidencia la guerra de Irak, han dibujado un nuevo campo de juego en Asia en el que los tres actores principales son China, India y Japón.
Durante la guerra fría, las tres potencias formaban una especie de triángulo escaleno, en el que los tres lados tenían un perfil muy diferente. Es posible que Japón, a pesar de las limitaciones autoimpuestas sobre sus Fuerzas Armadas y de perfil exterior, gozara del mayor peso basado en su formidable éxito económico; India podía consolarse con la jaculatoria de que es la mayor democracia del mundo, y China era mirada con fascinación, consternación y esperanza de que tardara aún mucho en desperezarse. Pero eran tres valores desiguales, ni aliados, ni declaradamente adversarios, aunque China e India hubieran ido a la guerra en 1962 por unos millares de kilómetros cuadrados de glaciares y cordilleras.
Si, en el futuro, Pekín hiciera algún ruido favorable a las pretensiones exteriores de Nueva Delhi, el triángulo diplomático quedaría virtualmente trazado
Y los acontecimientos de las últimas semanas apuntan a un esbozo de cambio de aquella figura triangular: de escaleno a isósceles. China, aproximándose a India en la búsqueda de algún equilibrio diplomático -los lados iguales del isósceles-, trata de hacer que Tokio note el frío de la soledad en el continente asiático.
Los motivos de oposición entre Japón y China son tan sólidos como recurrentes. Pekín azuza a sus manifestantes para que protesten ante Embajada y consulados japoneses -como la España de Franco hacía por cuenta de Gibraltar- porque los libros de texto nipones ignoran las atrocidades cometidas por el ejército imperial en la II Guerra: unos 35 millones de chinos, la gran mayoría civiles, masacrados entre 1937 y 1945, a lo que hay que sumar la desenvoltura con la que el primer ministro japonés, Junichiro Koizumi, visita cada año Yasukuni, el altar votivo a los líderes militares de la agresión a China. A ello se añade que esta semana Tokio ha comenzado a otorgar concesiones para la exploración de lo que Pekín considera aguas territoriales, en busca de yacimientos de gas, y que las relaciones entre Japón y Taiwan son más íntimas de lo que el imperio del centro, que reclama la antigua Formosa como propia, cree satisfactorio.
Pero lo que de verdad importa es que el Gobierno de Hu Jintao no quiere ni oír hablar de Japón como miembro permanente del Consejo de Seguridad, honor al que aspira Tokio en el marco de la reforma de la ONU. Pekín se tomaría tan mal esa ampliación del Consejo que ha llegado a formar con México, Argentina, Italia, Corea del Sur y Pakistán una asociación ad hoc, donde cada uno persigue a su bicha particular, para impedir, por ejemplo, que incluya a potencias como Brasil o Alemania.
Importancia estratégica
La reciente visita del jefe de gobierno chino Wen Jiabao a Delhi ha encarrilado el fin de las disputas fronterizas, con el compromiso mutuo de darle carácter de importancia estratégica a la rápida solución del contencioso. Al mismo tiempo, abre amplias perspectivas de cooperación tecnológica y científica, y ambas potencias se conjuran a doblar su comercio bilateral en cinco años.
Evidentemente, la barrida geopolítica de China está tan o más dirigida contra Estados Unidos, que trata de entorpecer su acelerado rearme, que contra el propio Japón, pero ya sería suficiente éxito para Pekín que Tokio se quedara sin aliados de primera línea en el continente, y sólo pudiera contar con un poder extra asiático, aunque sea Washington.
India, por su parte, se deja querer, pero su reciente acercamiento a Pakistán, que mantiene como siempre inmejorables relaciones con China, obra en ese mismo sentido de desplazar a Japón al lado desigual del isósceles. El nudo gordiano que, sin embargo, habría que desanudar para completar esa descubierta de la Ciudad Prohibida en el subcontinente es el de que India también aspira a un puesto permanente en el Consejo, y China preferiría seguir siendo el único país asiático que disfrutara de semejante privilegio. Si, en un próximo futuro, Pekín hiciera algún ruido favorable a las pretensiones exteriores de Delhi, el triángulo diplomático quedaría virtualmente trazado.
El lado más activo de esa figura, China, mira, finalmente, más allá de su esfera natural de influencia, y lo que ve, sobre todo, es Europa. Si la UE cede a las presiones norteamericanas para que no venda tecnología militar a Pekín -aun con las restricciones a las que Francia y Alemania aseguran que se someterían-, China habrá perdido un set del partido. Pero este nuevo Gran Juego asiático no ha hecho más que comenzar.
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