Chipiona: temporada baja
La autora hace un recorrido por la localidad gaditana y describe sus rincones, su gastronomía y sus puestas de sol
Primera recomendación: no vayan a pasear a Chipiona en temporada alta: Chipiona, en verano, sufre de inflación demográfica, y la calle Isaac Peral (de sobrenombre "la otra calle Sierpes") es un hervidero de gente a todas horas. De julio a septiembre, limítense a bañarse, a tomar el sol y a ligar en el Picoco. Que tampoco es mal plan, si nos paramos a pensar.
Yo les invito a acercarse a primeros de octubre, con lluvia menuda o, mejor aún, en estos días pujantes de comienzos de primavera. Se necesita un día de asueto, zapatos cómodos y disposición para no hacer nada. Ni visitas comentadas, ni rutas culturales: ocio y recreo de los sentidos. Reserven cama -supongamos que no tienen casa en el pueblo, yo no la tengo- en uno de los coquetos hostales del centro. Pongamos en el Gran Capitán, mi favorito. Las habitaciones se asoman a un patio muy recogido, casi un claustro, con un árbol de damascos y grandes macetones. El más particular y más sencillo locus amoenus. En la calle, tiestos de geranios y gitanillas. Chipiona es un pueblo florido; no hay rincón sin una maceta de barro, o, si me apuran, una lata oxidada, donde ha agarrado una mata de claveles o una exuberante buganvilla.
De buena mañana, podemos tomar café en la Peña Bética -en la calle Larga- o en el bar de la Plaza de Abastos. Porras gaditanas o churros sevillanos, a elegir. Cuadrar la compra de una urta o una corvina, sopesar los colores y fragancias de la fruta y la verdura en el mercado (no hay patatas, tomates y zanahorias como los de aquí) y pedir un ramillete de perejil regalado a la vendedora.
Nos apetecerá dar una larga caminata. Recorrer de punta a punta la playa de Regla, y seguir por el Balneario hasta las Tres Piedras, con los pies valientemente descalzos y bordeando la orilla, es un ejercicio saludable para el espíritu. En Punta Camarón, las dunas móviles están casi intactas y puede uno ceder, mientras dura el milagro de la temporada baja, a la ilusión de encontrarse en una playa recién estrenada. Podemos volver por el Paseo de la Luz y curiosear las villas de veraneo ahora cerradas, algunas notables, con azulejos de santos y porches sureños bien orientados.
Desde el Faro (que, según se dice, ocupa el lugar de la Turris Caepionis primitiva), por el Paseo de las Canteras, volveremos a la zona del pueblo. Las balaustradas de obra entorpecen la visión del mar y los corrales donde quizás -aunque ya no es hora- quede algún mariscador rezagado. Luego, la Cruz del Mar. Existe una inscripción que recuerda el milagro de que las olas del maremoto de 1755 respetasen el lugar, y una marca que indica el nivel que alcanzaron las aguas. Siempre hay gaviotas en la Cruz del Mar. Muchas gaviotas. Los dueños de algunos bares les arrojan restos de comida y, pervirtiendo la poesía que se les supone (Alberti dixit), riñen sobre la arena de la playa con un alboroto ensordecedor. Media docena de ancianos las contemplan hipnotizados. Las gaviotas son demasiado humanas, quizá por eso producen atracción y repulsión a un tiempo.
Si nos pide el cuerpo un aperitivo, podemos llegarnos a la Plaza de la Iglesia (en el callejero, Plaza Juan Carlos I) y tomarnos un vino blanco -fino o manzanilla, no vamos a ponernos tiquismiquis- y unas huevas aliñadas o un plato de camarones, sentados en un velador, mirando la torre azul de la Parroquia de la O, las palmeras antiguas y los corros de chiquillos y palomas. Con un poco de sol, el momento puede rozar la perfección.
En caso de que esté abierta la Ermita del Cristo de las Misericordias, en esta misma plaza, entraré (permítanme la excentricidad) a ver a una Virgen chiquitina, del tamaño de una muñeca, que lleva la advocación de Amparo. No sé explicarles las razones de esta manía, pero el caso es que la suelo visitar, como si fuera una parienta, por hábito y por gusto: vestigios, supongo, de una educación con tintes católicos y de cierta propensión a los apartados más amables de la religiosidad y del mito. Dejémoslo así.
Comeremos en La Parra, en un fresco y perfumado patio con higueras y emparrado, y retomaremos el paseo ya a la tarde, tras el paréntesis moroso de la sobremesa y la siesta. Como estamos en abril, excusamos el deber estival de ir saludando a los conocidos en las terrazas de las heladerías, y caminamos en silencio hasta el Puerto, para descubrir, entre lanchas motoras y vistosos veleros, la imagen bucólica del viejo pescador que remienda las redes sobre la cubierta de un barco de los de verdad, rotulado como Bonanza o Virgen del Carmen.
Pero lo mejor de Chipiona, perdonen el tópico, son las puestas de sol. Su espectacularidad es un hecho demostrable. Aconsejo sentarse junto al Castillo, en el corral Trapito (hay cuatro corrales urbanos: el Longuera, el Cabito, el Nuevo y éste que les digo), con una botella de moscatel. Las escaleras de bajada a la playa forman una especie de anfiteatro, con lo cual la sensación de estar asistiendo a un espectáculo se acrecienta. Sean pacientes, porque la ceremonia lo merece: no hay un sol más grande que el sol de Chipiona en el ocaso, ni un panorama más espléndido, ni una combinación de colores más acertada. Suspendan la respiración por un momento, y aplaudan cuando el último rayo de luz haga destellar el horizonte. Mañana se repetirá la función, pero quizá no tengamos la suerte de andar holgazaneando por Chipiona.
- Lugares recomendados:
Bar La Parra (C/ Isaac Peral) Además de un amplio surtido de tapas, suelen ofrecer ortiguillas. Aunque una vez fritas son deliciosas, el consejo para escrupulosos es que se abstengan de verlas crudas.
Bodega El Castillito (C/ Castillo, nº 1). Venden moscatel blanco, moscatel oscuro y moscatel de pasas, a granel. Un pecado más o menos venial al que no merece la pena resistirse.
Restaurante Las Canteras (Playa de Las Canteras) El lugar idóneo para sorprender a invitados de secano: puede uno comerse un pargo a la brasa mientras las olas te salpican la cara.
- Lo más kitsch: la tienda de souvenirs de la calle Isaac Peral, con un escaparate fantástico: cajas adornadas con caracolitos, móviles para colgar de nácar, virgencitas del Carmen y de Regla en camarines de concha, y caracolas de mar pulidas para coleccionistas.
Josefa Parra es autora de los poemarios Elogio de la mala yerba, Geografía carnal y Alcoba del agua.
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