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Columna
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Santidad

Juan Pablo II nos ha dejado en olor de santidad y en olor de multitudes. Voces tímidas insinúan también olor a chamusquina, pero son la excepción. El mundo entero se deshace en llanto y en elogios, muy especialmente los políticos, sean cuales sean su ideología y sus circunstancias. Es lógico que lo admiren. El Papa de Roma posee un extraordinario poder sustentado sobre la nada. Hace siglos que los ejércitos pontificios han quedado reducidos a una docena de suizos salidos de la Comedia del Arte, y en el terreno económico, las finanzas vaticanas son oscuras y embrolladas, pero insignificantes. La única fuerza del papado es la que la gente le otorga voluntariamente, una fuerza no tanto simbólica como mitológica. Y aun así, hay que ver.

Sostener esta estructura no carece de mérito ni está al alcance de cualquiera. Las pocas monarquías que aún subsisten han tenido que renunciar a sus prerrogativas, asumir un discreto papel ornamental y soportar con paciencia las críticas y denuestos de la plebe. Los políticos profesionales se desgañitan en mítines pachangueros para arrancar el aplauso de una audiencia manipulada. Nadie ha logrado movilizar a las masas, antes y después de muerto, como Juan Pablo II, hombre antipático y atrabiliario, más inclinado a vapulear que a repartir halagos.

En este aspecto, era un fenómeno. Ahí es nada, representar la rectitud y la verdad sin indisponerse con los poderes de hecho y de derecho. Saber cuándo hay que levantar la voz y el dedo y cuándo hay que mirar para otro lado. En vísperas de la guerra de Irak, Su Santidad se manifestó abiertamente en contra. Fue una actitud valiente que ha salido a relucir con frecuencia en estos días. No obstante, se guardó mucho de prohibir a los católicos participar en esa misma guerra. Si se hubiera pronunciado al respecto de manera tan inequívoca y contundente como cuando prohibía el uso del condón a los parias de la tierra, no sé qué habrían hecho algunos gobiernos beligerantes, integrados por numerarios de diversas obras pías. ¿Un farsante? No. Si no hubiera creído en su misión no la habría podido ejercer en la forma hábil y despiadada en que lo hizo. Sin duda fue lo que hoy se denomina un gran líder. Pero me temo que la santidad es otra cosa.

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