Los derechos de unos y otros
No parece peligrar hoy la facultad de la Iglesia católica de disponer de parte del horario escolar para que las personas que propongan sus obispos impartan clases de religión en las aulas ni, en consecuencia, el derecho de los alumnos a recibirla. Este es el diseño que, en términos parecidos a como establecía el Concordato de 1953, mantiene hoy el discutido Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede en materia de enseñanza y asuntos culturales de 1979, y la denuncia de este Acuerdo no parece estar entre las prioridades del Gobierno, y la contraparte parece estar mucho menos por la labor.
Quizá quienes tengan sus derechos menos garantizados sean otros, tal vez aquellas familias no religiosas, pero también católicas o pertenecientes a otras confesiones, que entienden que la formación religiosa tiene otros lugares y otras maneras de transmitirse, y que no debe servirse en formato de asignatura fundamental en todos los cursos y grados de la enseñanza reglada. Sabemos que unos alumnos, por voluntad de sus familias, dedican una parte de su tiempo lectivo a la enseñanza de su religión y que la religión católica ha plasmado este derecho en un acuerdo, ciertamente sui géneris, entre Estados. Sabemos también que, en virtud de este acuerdo, el profesorado que imparte esta asignatura ha de disponer de la confianza del obispado pero que su situación económica se concierta entre la Administración del Estado y la Conferencia Episcopal Española, hoy plasmada por la contradictoria fórmula de la contratación directa por parte del Estado. Sabemos, en definitiva, que, en virtud del acuerdo, se reconoce a unas familias el derecho a que se imparta a sus hijos una asignatura de religión católica en horario escolar y se dispensa a las otras a que sus hijos la reciban. Lo que ya no tenemos tan claro es si el derecho de estas últimas familias va mucho más allá de la dispensa. O, dicho de otro modo, si estas familias, más que una dispensa, tienen también un derecho.
Seguramente el quid de la cuestión consista en estimar si realmente existe este derecho o, con un eufemismo u otro, con una coartada u otra, estas familias deben seguir resignándose a moverse en el terreno de la simple dispensa en el que las ha situado el Acuerdo con la Santa Sede, como en su día hizo también el Concordato de 1953. Porque parece razonable pensar que quienes carecen de opción religiosa, o quienes entienden que la religión debe reservarse a la esfera privada, o quienes pertenecen a una confesión tan minoritaria que no les permite imponerla en los espacios públicos, tengan también los derechos derivados de su posición sobre la confesionalidad en el aula. No basta que se les reconozca sólo el derecho a no asistir a clases de religión. Hace falta que se les reconozca también un derecho a dedicar este tiempo según sus propias opciones educativas.
Porque, realmente, la cuestión estriba en cómo se transforma esta dispensa en un derecho y, sobre todo, si este derecho se concreta en función de las preferencias de las familias afectadas o se concreta en función de aquellas otras familias que ya ven satisfecha su particular formación religiosa confesional, en forma de asignatura fundamental, dentro del horario lectivo en todos los cursos y grados. De lo que se trata, en suma, es de ver si la opción voluntaria de unos, en el sentido de dedicar parte del tiempo lectivo a la formación religiosa por educadores propuestos por su jerarquía, les legitima para decir qué deben hacer los otros en el tiempo que ellos, voluntariamente, han decidido dedicar a la religión.
No parece menos razonable que este conjunto de otras familias, todas las que el acuerdo con la Santa Sede ha situado en el terreno de lo alternativo, lo que verdaderamente exijan del sistema es lo que para ellas es central y no alternativo, como es el mayor progreso posible en la formación y aprendizaje de sus hijos. Seguramente ahora, cuando el informe Pisa subraya déficit crónicos de nuestro alumnado en materias tan esenciales como las matemáticas o la lengua, o cuando el bajo nivel en conocimiento de idiomas empieza a ser una grave carga para el despliegue económico de nuestras empresas, la opción de estas familias fuera que sus hijos reforzaran estas materias. Lo que sí parece menos razonable es que a estas familias se les sirva una alternativa sin más sentido que el de justificar unas clases de religión, defendidas con fuerza por sectores de la Iglesia católica y, además, sustentadas en gran medida en la falta de sustantividad de las alternativas a las que estos mismos sectores fuerzan.
Así sucedió, sin ir más lejos, con la tímida solución que pretendió adoptar el primer Gobierno socialista en 1991. Entendieron entonces los redactores de la norma que mientras unos alumnos, porque ésta era la prioridad de sus padres, asistían a clases de religión, a los otros, para que no perdieran demasiado el tiempo, se les organizaba actividades de estudio en relación con las enseñanza mínimas de las áreas correspondientes al curso escolar. Debieron de pensar los redactores que, con esta fórmula, unas familias veían cumplido su deseo de que sus hijos recibieran formación religiosa durante el tiempo lectivo, y las otras familias sabían que, en este tiempo, no se ofrecían soluciones de relleno a sus hijos ni se les entretenía porque sí, sino que se les organizaba un tiempo de estudio, la cual cosa siempre parece buena para un alumno llamado a formarse y a aprender.
Esta solución, sin embargo, no fue posible. Sectores católicos llevaron esta norma a los tribunales con un argumento bien simple: sería discriminatorio para los alumnos que asistían a clases de religión que, mientras tanto, los otros alumnos avanzaran en el estudio. Los tribunales, en aquella ocasión, fueron sensibles a este argumento y, a raíz de su pronunciamiento, los redactores de la norma se vieron obligados a redactar otra. La papeleta, como se comprenderá, no era fácil. Había que buscar una alternativa que pareciera servir de algo pero que, realmente, sirviera de bien poco. O lo que es lo mismo, mientras unos ejercían su derecho a ir a clases de religión, a los otros no se les podía ofrecer mucho más que un simple derecho a no asistir. En definitiva, una dispensa.
Quizá ya va siendo hora de que estos alumnos vean transformada la dispensa en un derecho, quizá, más que nada, en el derecho a no perder el tiempo.
Ramon Plandiura es abogado.
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