Cara o cruz
Los chicos del Barça vuelven a medirse la tensión arterial. Aflojan la grapa de las mandíbulas, alargan la sonrisa de momia que se agarra a la dentadura en las grandes ocasiones y negocian los inevitables tics del sábado: a éste se le escapa un guiño impertinente, otro se muerde el labio, aquél se empeña en descoser el pespunte de la visera, y Ronaldinho, el muchacho de cartón, repite los gestos del muñeco diabólico: mira fijamente, aprieta los pómulos, desencaja las mandíbulas, se lustra las botas con veneno y canta por Caetano Veloso para ajustar el swing.
Como todos sus colegas, salvo el laureado Deco, aún no ha ganado nada en la vieja Europa. Sabe muy bien que debe colgar urgentemente algún título grande en su historial de futbolista, pero sabe también que la Liga es un producto volátil. Convencido de que nueve puntos de ventaja son un puñado de humo guardado en un cesto, se pone, por puro instinto, a disposición de la providencia.
Sin embargo, llegará al embudo de Chamartín con dos ventajas que coinciden con dos certezas: si gana, la Liga será virtualmente suya; si pierde, dispondrá de una segunda oportunidad.
Mientras tanto, sus adversarios tendrán que salir de una maraña de preocupaciones que están en la periferia de la profesión: éste tiene la cabeza en Londres, las piernas en Madrid y la familia en la luna; aquél, convencido de que la velocidad, la potencia y sus otras portentosas facultades físicas son, además de un don natural, un don vitalicio, cierra cada noche las calles y las discotecas, viaja por la banda y por la ginebra según días y horas y luego, a voluntad de los dioses, brilla y se apaga como una linterna rota; el tercero, en fin, hace régimen, se divorcia en Brasil, se casa en Francia y a ratos marea el talonario, la báscula y la musculatura.
Más allá, en las interioridades del vestuario, algunos de los mejores profesionales de la plantilla arrastran una modorra de siglos. Sufren el cansancio viscoso de las figuras que han vivido durante mucho tiempo bajo palio y bajo presión.
Todos ellos tendrán que sacudirse la nube de colonia, convocar el espíritu necesario para mantener la compostura y reconocer, en el tipo que les mira desde el espejo, al futbolista que consiguió reunir una montaña de trofeos y otra de monedas.
Dos horas después, vencedores o vencidos, serán papel impreso, historia apasionada.
Ocuparán, en la región crepuscular de la memoria, la esquina que reservamos a los asuntos del corazón.
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