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Columna
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Posteridad

HUÉRFANO DE madre a los cinco años y, encima, derivada esta muerte del parto que a él le dio la vida, no se puede afirmar que la llegada a este mundo del poeta Louis MacNeice (Belfast, 1907-Londres, 1963) fuera sobre un lecho de rosas. No lo fue, ni por esta desgracia íntima, que él cargó sobre sus hombros cual insoportable fardo de culpa, ni por otros aditamentos familiares, como el de que su padre fuera un pastor protestante en un ambiente de acérrimo catolicismo o que su único hermano fuera un discapacitado psíquico. Refiriéndose veladamente a ello, en el poema Belfast, incluido en la antología titulada Oración antes de nacer (Lumen), edición bilingüe a cargo de Eduardo Iriarte, podemos leer: "Sobre este país de rostros encapuchados, obsesionados, / se pone el sol al tañer de los tambores de Orange / mientras el género masculino asesina cada cual a su mujer / a cuya súplica de sumirse en el olvido ninguna madonna responde".

Los organizadores no se han limitado a proponer una buena muestra de Ribera, sin más, sino que le han dado un sentido histórico específico
Al llegar la década de 1630, Ribera trabaja más para una clientela española y es cuando asimila influencias de Venecia y de Rubens

Cuando la existencia está tiznada por el estigma de la desgracia desde el origen, hay quien se agarra a las palabras como la única tabla de salvación. Tal fue el caso de Louis MacNeice, filólogo y poeta, diríamos, por necesidad, aunque balanceándose siempre sobre el trampolín que impele a caer "a tumba abierta". Hay desgarradores versos de MacNeice que son conjuros contra su aflictivo hado, como si en la escritura no sólo encontrara un desahogo, sino la forma para detener la fatalidad del tiempo y así, en un universo retransformado, sobrevivir con vicario resplandor. "Que una rosa se marchite no va en detrimento de la rosa, que sigue siendo absoluta", escribió MacNeice en un comentario a la poesía de Yeats, "su valor es inseparable de su existencia (ya que la existencia sigue siendo existencia, ya sea en tiempo pasado o futuro)".

Pero donde la capacidad poética de abstraerse de lo temporal se manifiesta con mayor pujanza en MacNeice es en ese poema titulado A la posteridad, en el que intuye melancólicamente el próximo fin de lo que le permitió vivir, la escritura. "Cuando los libros hayan sido sepultados en criptas funerarias /", traduzco a mi manera, siguiendo en lo demás la versión de Iriarte, "y la lectura e incluso el habla hayan sido reemplazados / por otros medios menos difíciles, nos preguntamos si / hallaréis en las flores y la fruta el mismo color y sabor / que tenían para nosotros que los expresábamos con palabras, / y si será verde vuestra hierba, azul vuestro cielo, / o serán vuestros pájaros siempre pájaros sin alas".

No hemos aún terminado nuestro recuento de lo que se perdió cuando la oralidad se transformó en escritura y ya estamos abocados a un nuevo estrechamiento del lenguaje, que hay que pulir de las escoriaciones improductivas. Temido o bendecido, el camino de la posteridad se da con el paso firme de quien ha abandonado su circunstancial hogar para no regresar jamás, no sin dejar un confuso rastro de plumas y colores, simples palabras olvidadas.

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