¿Dramatizar o no?
Me quedé relajado y tranquilo, saciado en mis apetencias políticas, cuando Moratinos dijo en Vitoria que Patxi López va a ser el lehendakari que llevará el euskera a Europa. Por fin puedo descansar, con la que está cayendo: Azkarraga subido al monte y mandando cartas hasta a la ONU para denunciar la conculcación de los derechos fundamentales por el Estado español; Imaz hablando de David y Goliat, en una parábola en la que el gigante filisteo queda abatido por el valor y osadía del pequeño judío David -menuda parábola para ir creando ambiente de cara a esa negociación futura que esos nacionalistas moderados creen que deben existir-, y los adláteres de ETA volviéndosela a jugar al Gobierno, al parecer, con la auténtica lista tapada.
Veinticinco años se celebraron la semana pasada del Parlamento vasco. Tenía razón Lizundia al decir que no ha sido la institución más importante. Tuvo su impulso al principio, con el entusiasmo estatutario inicial, que fue con el que se le convenció a la gente de ETA para que dejaran las armas; ahora que el Estatuto es rechazado por toda la comunidad nacionalista, no es de extrañar que se haya convertido en un florero inútil para la convivencia política, una fachada más del aquí no pasa nada, y un escaparate para que los de ETA o sus alter ego puedan convertirla en una plataforma para su propaganda, creyéndose, desde el día en que el PNV desenterró a Monzón, que son ellos quienes tenían la razón, y no los polimilis. Un Parlamento convertido hoy en una institución enfrentada al Estado por el rechazo de la Mesa de la Cámara a la sentencia de ilegalización de Batasuna. La celebración del veinticinco aniversario del Parlamento acabó con la foto de los radicales cantando el Eusko Gudariak. Para eso era preferible no acudir y dejar que el edificio se pudra como los poblados del Far West en cartón piedra de Almería, como el resto de instituciones que se construyeron para que las demolieran los sueños totalitarios elucubrados en Estella.
Pero no pasa nada, ni seguirá pasando, mientras la policía sea capaz de mantener a ETA bajo control. Los resultados electorales serán los esperados, cuatro años más de aburrimiento ante unos títeres de guiñol a estacazo limpio -reconóceme para negociar la soberanía, no te reconozco; reconóceme, pues no te pago el cupo, y así hasta el hastío-. No creo que el personal sea conciente de lo que nos espera, del tiempo que se va a perder y las energías que se van a malgastar. La desdramatización de estas elecciones desde el bando constitucionalista, además de evitar la conciencia de lo que está pasando, ofrece utilidad política, que no la tenía, al plan Ibarretxe. Si se dice que, como dijo en febrero el Congreso de los Diputados, el plan no sirve para nada; pero si se ofrece alternativas de negociación al plan, como se ofreció en ese día, el plan es el mejor estandarte para movilizar a todo el nacionalismo, incluido el moderado, que lo seguirá observando como una plataforma de reivindicaciones de la que se pueden apartar las más extemporáneas en el momento que se reúnan las partes. ¿Y a quién le amarga un dulce? Si se plantea un futuro negociado, que es lo que se ha planteado, no habrá nacionalismo moderado en estas elecciones.
Por eso puede Ibarretxe volverlo a esgrimir. Porque, planteada una negociación, sigue siendo útil para su electorado más moderado y razonable y puede además atraer el voto radical. Como no fue del todo rechazado, no es una aberración que un candidato se presente a las elecciones con un plan derrotado por goleada en el Parlamento español. Se le tendió la mano allí y el plan tiene más capacidad de llamada que nunca. Por eso tampoco es un inconveniente al nacionalismo tirarse al monte de la dramatización; ya se encarga alguno de sus adversarios de desmadratizarlo. Al fin y al cabo esos moderados nacionalistas piensan, como pensaron hace cuatro años, que el plan nunca va a llegar a su fin, pero servirá para traer más cosas para Euskadi.
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