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El Papa, la Iglesia y el mundo

La muerte del papa Juan Pablo II ha suscitado una marea de comentarios y reflexiones, prueba -si es que se necesitaba- del extraordinario atractivo personal y moral de un hombre que, por encima de todo, supo aprovechar el momento histórico. En su lucha contra la explotación y la tiranía, el odio y la violencia, se enfrentó a los poderosos y habló en nombre de aquellos cuya historia no contaba nadie más. Su rechazo a la cultura laica y moderna nos inquietaba a muchos que admirábamos una buena parte de sus actitudes políticas. Pero ese rechazo era fruto de su fe en la necesidad de autoridad, estabilidad y tradición. Con la humanidad expulsada del Paraíso y desnuda, Juan Pablo II pensaba que los mitos del regreso eran fantasías. El mundo estaba saturado de pecado; la plenitud era imposible, y el único alivio podía derivar del arrepentimiento constante.

No tiene sentido, pues, considerarle un jacobino que además rezaba. Estaba muy alejado, por ejemplo, de los católicos de izquierdas en Europa occidental. Recuérdese su rechazo a la teología de la liberación en Latinoamérica, que en su opinión era no sólo cismática sino herética. Tuvo relaciones respetuosas con las iglesias ortodoxas y los protestantes, pidió perdón al pueblo judío, reconoció el carácter distintivo del budismo, el hinduismo o el islam.

Sus súbditos católicos no salieron tan bien librados: les sometió a estrictos criterios de fe y comportamiento. Utilizó la palabra "súbditos" intencionadamente. A medida que avanzaba el pontificado, las instituciones conciliares y las opiniones pluralistas tuvieron cada vez menos sitio en una Iglesia que históricamente se había enriquecido con algunos de sus periodos más creativos gracias a las tradiciones alternativas. Es comprensible la amargura de un gran teólogo como Hans Küng, para quien el papado de Juan Pablo II fue una pesadilla jerárquica en aumento. Asimismo hay que simpatizar con las mujeres católicas, excluidas de la participación igualitaria en la Iglesia. También fue de una dureza inhumana la condena que hizo el Papa de la homosexualidad.

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Éstos no eran meros asuntos de dogma. La oposición del Vaticano al control de la natalidad, proclamada en todas las conferencias internacionales sobre población, ha contribuido a la pobreza miserable del Tercer Mundo. Su negativa a aceptar el uso de preservativos, en el mejor de los casos, no ha ayudado a detener la terrible propagación del sida en África. El desarrollo moral y social de la sociedad sufre cuando se niegan los derechos a la mitad de la humanidad, es decir, las mujeres. Las alianzas formadas por la Iglesia católica y los fundamentalistas islámicos y protestantes no han aumentado la moralidad en nuestro mundo, sino su miseria y su confusión.

Dejo en manos de mis colegas y amigos católicos la tarea de juzgar si todo eso ha servido para fortalecer la Iglesia. Pero el malestar de los descendientes de la Ilustración por el rechazo del Papa al legado del Concilio Vaticano II no es un caso de orgullo espiritual herido. Al principio del papado se veía la posibilidad de un esfuerzo común, en el que participara la Iglesia católica, para trascender los peligros y las distorsiones de la guerra fría, superar los vestigios del colonialismo y construir un orden social justo que traspasara fronteras nacionales y hemisféricas.

El caso de Estados Unidos es curioso. Nuestro gran triunfo social, el desarrollo del Estado de bienestar, habría sido imposible sin la aportación de las organizaciones y los pensadores católicos, apoyados directamente por gran parte de la Iglesia católica estadounidense. Sin una presencia moral católica, Estados Unidos muy bien habría podido convertirse en un ejemplo de protestantismo farisaico y fuera de sí. Ahora, la situación es mala, pero quienes se horrorizan ante la idea de nuestro país como mercado gigantesco pueden inspirarse y consolarse pensando en la época del New Deal de Franklin Roosevelt, los programas sociales del Fair Deal y la New Frontier de Truman y Kennedy, y el proyecto de la Great Society de Lyndon Johnson. El difunto Papa debía de tener esto presente cuando, en una de sus visitas a Estados Unidos, proclamó ante sus habitantes que ninguno de ellos era tan rico como para poder ignorar la aportación de los pobres, y ninguno tan pobre como para no tener nada que ofrecer a la nación.

Con estos antecedentes, resulta triste que la Iglesia católica de Estados Unidos contribuyera -pese a la categórica oposición del Papa a la guerra de Irak y las doctrinas de dominación mundial de Bush- a la derrota del candidato presidencial católico, el senador John Kerry. Kerry, cuyo historial político le convertía en el heredero de nuestro único presidente católico, John Kennedy, también de Massachusetts, se encontró con la oposición de algunos obispos católicos debido a sus opiniones sobre los derechos de la mujer y los homosexuales. Llegaron a instar a los fieles a que no votaran por él; y bastantes siguieron su consejo.

La historia de la humanidad es el reflejo de las peculiaridades de los sistemas morales y religiosos, pero también de su interpenetración. El mensaje social de Juan Pablo II está grabado en nuestra memoria. El amor y la preocupación por la tierra y sus habitantes, la negativa a aceptar la perpetuación de las desigualdades y el odio a la violencia son temas en los que unos antagonistas filosóficos y metahistóricos pueden estar de acuerdo. Sin embargo, para emprender una acción común no puede bastar con postergar los antagonismos. Es preciso abordarlos a través de un diálogo. Y es difícil que los católicos entablen diálogo con los modernistas laicos y las demás religiones del mundo si, dentro de su propia Iglesia, el diálogo falta o está apagado.

Nuestra tristeza por la desaparición de Karol Wojtyla significa que el mensaje y el mensajero eran lo mismo. El papa Juan Pablo II incluía su antropología filosófica, su filosofía moral y sus ideas políticas en un mismo sistema. Pero lo que nosotros experimentábamos fundamentalmente era la persona. A pesar de sus reuniones con filósofos (no todos católicos, ni mucho menos) en Castelgandolfo, es evidente que el Papa no podía permitirse un año sabático para reflexionar. Una forma de honrar su memoria, por parte de quienes le han sobrevivido, es que emprendan esa tarea en su nombre. "No tengáis miedo" era uno de sus mandamientos constantes. No debemos tener miedo de considerar su legado doctrinal como una tarea inacabada. La urgencia y la pasión de su presencia continua en nuestros espíritus es una invitación a hacerlo.

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