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Columna
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Tiempo de boda

En abril comienzan los brotes alérgicos, las fases finales de los torneos deportivos y las bodas. A pesar de que las uniones de hecho son cada vez más frecuentes e, incluso hoy, es común estrenar una vida en pareja sin la aprobación de un cura o un juez, la mayoría de los jóvenes menores de treinta años prefiere casarse. El sacramento del matrimonio, contra el que se rebelaron las parejas más progres y atrevidas durante los últimos tiempos del franquismo, es ahora una práctica renovada, desacralizada, que sigue estando de moda. Probablemente hoy, aquellos padres contestatarios tengan hijos buscando iglesias blancas a las afueras de Madrid, sin mucho encanto ni apego a ninguno de los contrayentes, pero con fechas disponibles para los días de calor y con un restaurante cercano.

Dios ni siquiera está invitado a la boda. La iglesia es un lugar bello y evocador, con un eco solemne y con un largo pasillo por el que desfilar. Pocos jóvenes piensan en que jurarán ante un ser superior y en su propia casa. Incluso muchísimas parejas se desconciertan ante la obligatoriedad de acudir a unos cursos prematrimoniales impartidos por un cura y en los que se tratan materias religiosas y éticas. La asincronía entre la doctrina del clérigo y la mentalidad de los chavales, que tienen que faltar a tai-chi para escuchar sus lecciones, es pasmosa. La religión no está normalmente presente en la mente de los jóvenes que se intercambian anillos de oro ante una imagen de Cristo crucificado.

El momento de la ceremonia es un trámite, no sólo para los invitados, que suelen aguantar con antipatía y desconcierto las flexiones rotulares al sentarse y levantarse continuamente, el calor o el frío extremo de los templos y las irritantes costuras de los trajes de gala, sino para los protagonistas. Es normal, a la salida de la Iglesia, oír a los recién casados, adelantándose a cualquier queja por parte de sus amigos o familiares, criticar el largo y desfasado sermón del cura incitándoles a compartir las tareas domésticas y a tener pronto hijos católicos.

La boda ya no es más que un ritual tradicional desprovisto de simbologías celestiales. El blanco no tiene que ver con la virginidad ni la comunión con la Última Cena. Se ha hecho así siempre, así es cómo los jóvenes han visto en las películas y en bodas de primos segundos y amigos que uno se debe casar. Ése es el formalismo como Dios manda, pero sin Dios.

A no ser que los novios posean unas fuertes convicciones antirreligiosas o ateas, la inmensa mayoría de los jóvenes, que se consideran católicos pero que sólo pisan las iglesias en los viajes, prefieren la boda tradicional al juzgado. La unión civil es una opción cada vez más solicitada, pero hay que reconocer que quedan más deslucidas las fotos de los novios cubriéndose de la lluvia de arroz frente al muro grafiteado de un juzgado que ante la puerta de cuarterones de un templo.

Casarse por la Iglesia tampoco significa organizar una boda concurridísima, extremadamente cara y ampulosa. Se trata de no invertir mucho tiempo, esfuerzo y dinero, pero sin renunciar a los ingredientes mágicos: campanas, cánticos, velas... Proliferan las páginas web como Casateypunto.com, Clasicosparabodas.net, Mifuturaboda.com, o Guianupcial.com que se encargan de orquestar todo el evento, de aconsejar qué peinado va con cada vestido o de presentar posibles decoraciones virtuales con flores.

Cada vez más jóvenes se casan después de convivir un tiempo juntos. Los hijos son la principal razón para pasar por el altar o por el Registro Civil, pero aparte del beneficio económico, el permiso laboral y la alegría que se le suele dar a las madres, existe otro motivo importante para casarse por la Iglesia: barnizar la unión de solemnidad, de trascendencia, de romanticismo.

Aunque parezca mentira, entrados en el siglo XXI, con la posibilidad de hacerse pareja de hecho y la ventaja de poder arrepentirse presionando la opción tres en un teléfono, con la libertad social de vivir amancebado sin censuras y en un momento en que hasta los gays pueden casarse, seguimos luchando con el nudo de la corbata, fingiendo sabernos el padrenuestro y quedándonos sin ver un Madrid-Barça porque tenemos una boda en la iglesia de Galapagar.

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