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Columna
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Piedad

Se ha muerto el Papa: es un acontecimiento importante, de indudable alcance político y que abre un enigma nada más que relativo acerca del futuro de la agencia ideológica mejor organizada del mundo: tampoco puede cambiar tanto la Iglesia Católica.

Gente que muere, en fin, y eso es todo. O debiera serlo. Pero en Andalucía el jolgorio de la Semana Santa ha tenido esta prolongación trágica del espectáculo de la agonía del Papa que Roma decidió poner en escena. Las imágenes, cada vez más espantosas, del sufrimiento de Juan Pablo II respondían al guión de una teoría del dolor, el sufrimiento y la muerte que, quizás porque se ha llevado hasta el exceso, deja demasiado a la vista su lado inhumano (y uso esta palabra en su acepción más neutra: hay algo en esta agonía en directo que no se corresponde con la escala de las cosas humanas).

El hecho de que sea el propio Papa el que insista en acercarse a la ventana y pida el micrófono cuando apenas puede emitir unos gemidos terribles, no cambia las cosas. Lo que cuenta es esta decisión, sea de quien sea, de lanzar así, de esta manera implacable, un discurso sobre el dolor y la muerte tan durísimo. Y lo que más me asusta: hasta la noche del viernes, los portavoces vaticanos han insistido en que, a pesar de lo que todos estábamos viendo, el Papa no había dejado de gobernar la Iglesia. Lo diré de nuevo: no importa si estas cosas las decide él o los de su entorno: lo asombroso es esta dureza extrema del mensaje que se transmite: ¿es que los cristianos seguidores del Papa moribundo no podían sentir piedad, razonar con la caridad -sí, lo digo así- en vez de con el orgullo del sacrificio heroico, de la gloria orgullosa del martirio?

Yo veo esta exhibición pública de la agonía de cualquiera en nombre de lo que sea como exactamente lo contrario de la piedad, y ante la avalancha de esta última semana (el caso Terry Schiavo, el caso del hospital de Leganés: no pierdan de vista a la señora Esperanza Aguirre), me pregunto si no somos ya los laicos los que tenemos que asumir la defensa de la caridad con nuestros semejantes a la hora de la muerte de una forma más activa, más beligerante. La cercanía de la muerte alimenta dos necesidades contradictorias: la del cuidado y la de la intimidad. Y hay profesionales del cuidado (los he conocido: Fina, Leli, Javier) que, al contrario de las calumnias que continuamente vierten sobre ellos los dogmáticos, son perfectamente conscientes de que el cuidado tiene que ser incondicional: nadie tiene derecho a imponerle condiciones al que sufre ni darle instrucciones acerca de su miedo, o su amor a la vida, o su cansancio, o su soledad última.

Por favor: vayan a ver la última película de Clint Eastwood, Million Dollar's Baby. O lean un poema de Cernuda titulado Niño muerto y que les recomiendo para esta resaca de Semana Santa que estamos pasando: "Volviste la cabeza contra el muro / Con el gesto de un niño que temiese / mostrar la fragilidad en su deseo". Poder volver la mirada hacia la oscuridad para hacerse cargo uno mismo de su propia fragilidad: me parece que eso es todo, o que por lo menos eso es lo humano. Y lo que la dignidad exige.

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