Contra las estatuas
Como a tantos otros, al escultor Cruz Collado la Guerra Civil le truncó la carrera. Había sido premio nacional de Escultura en la Monarquía, medalla de oro de Bellas Artes con la República, fue delegado de Bellas Artes en el Madrid en guerra, salvó del saqueo muchas obras y perdió la guerra. Su centenario ha pasado entre la ignorancia y el olvido. Su vida y su obra se truncaron al ser considerado desafecto al régimen. Se pueden ver algunas de sus obras en la Gran Vía, en el Retiro o en la iglesia de San Sebastián, donde la censura de la propia iglesia colocó de lado su sansebastián en taparrabo, para evitar el sexo frontal del santo asaeteado. Tuvo que ganarse la vida restaurando iglesias quemadas causa belli. Los santos no eran de su devoción, pero, como Benlliure, supo que el arte estaba al margen de las creencias. La otra noche lo recordábamos en la cena de celebración del número 100 de Revista de Libros. Una cena con un impresionante pleno del mundo cultural, científico y los hombres del dinero, la plana mayor de Caja Madrid que mantiene esta excelente revista que se está haciendo mayor sin cambiar la dirección de Álvaro Delgado-Gal y Amelia Iglesias. La revista sigue siendo un refugio de exquisitos y raros. Algún día llegarán a la inmensa minoría, por ahora están en minoría minoritaria y superviviente gracias a la generosidad de la Caja. En la cena me tocó -suerte que tiene uno- al lado el admirado Eduardo Arroyo, autor de la portada del número 100 de la revista. Digo suerte porque estuvo asegurada la diversión, la charla inteligente e iconoclasta del pintor y escritor. Y allí salió el tema de la caída de las estatuas del franquismo y Arroyo lamentó que no se extendiera esa caída de pedestales a algunas de las más destacadas muestras del feísmo artístico que adornan nuestras ciudades. El pintor propuso terminar con todas las modernas y con la mayoría de las clásicas. Tanto las estilo pimiento de Madrid como las estilo kiwi de Barcelona, además de con la mayoría de las de Oviedo, como capital de las estatuas pendientes de derribo.
En la lista de demoliciones se encontraba muy destacada la pequeña -y sin embargo horrorosa- del oso y el madroño, que, por cierto, es del mismo escultor que la famosa derribada de Franco en Guadalajara. Sin olvidar el Goya de Ochoa, y los ochoas en general. Menos mal que estaba lejos la mesa de Luis María Anson, que tanto hizo en sus huecograbados de antaño por encumbrar algunas de estas muestras del feísmo nacional. En el juego del derribo no entró el Valle de los Caídos, ese monumental kitsch de nuestros franquismos de antaño no se merece una demolición. No se merece el olvido. Todo lo contrario, habrá que reeditar el magnífico libro que Daniel Sueiro dedicó a la memoria del monumento. La humillación a la que fueron sometidos los perdedores en aquel forzoso campo de trabajo, enorme cárcel a cielo abierto en la que trabajaron los esclavos del franquismo. Conocer aquella historia es mantener uno de los símbolos que más nos recuerdan lo injusto y arbitrario de un régimen. Se lo debemos a los que no se pudieron fugar, como Nicolás Sánchez Albornoz, Francisco Benet o Manuel Lamela. También a la memoria de los Rabal, de Benito y Paco, que allí crecieron disimulando su condición de desafectos al régimen. Bajo esa sombra franquista conocieron las esclavitudes de los que allí trabajaban sin salario o los que lo tuvieron que hacer para supervivir como su propio padre, el cantero murciano que fue capaz de inculcar la libertad a sus hijos en medio de aquel monumento a la injusta victoria. Algún día, ese lugar de la sierra madrileña debería ser nuestro Mauthausen, nuestro lugar de explicación de los horrores de un régimen.
Contra Franco, algunos, pocos, comían muy bien. Pero a favor de Franco, muchos comían mejor. Uno de los lugares donde mejor se comió en el franquismo, en la transición y en nuestros días fue, y es, Jockey. Todo un clásico que ahora celebra sus sesenta años. Allí fuimos a comer invitados por Paco López Canís y Fernando Jover, que presentaban su ya clásico y mayor de edad Salón de Gourmets que la próxima semana promete volver a llevarnos por lo mejor de nuestra gastronomía. La elección de Jockey es toda una proclama de clasicismo en la gastronomía. Nada contra Arzak, que recibirá un premio, ni contra los experimentos de Adrià, pero sí un regreso a nuestros orígenes más clásicos. De vez en cuando no viene mal volver a nuestros callos de antaño, a los ritos del lujo de cuando fuimos franquistas o antifranquistas, que de todo hay en los salones del civilizado Jockey. En la sobremesa, el sociólogo cocinillas de Lorenzo Díaz, que además es biógrafo del restaurante, nos ilustró sobre la fantástica vida del fundador de Jockey, Clodoaldo Cortés. El gran Clodoaldo llegó a Madrid andando desde un pueblo de Salamanca el día que asesinaron a Dato. Cerillero en el cabaret La Parisién, amigo y prestamista de Julio Camba, consigue entrar por las artes del escritor gallego en el hotel Palace. Su ascenso sería imparable, se pasa a la zona nacional y recala en el hotel Alfonso XIII de Sevilla, da de comer a Queipo de Llano. Después de la guerra es responsable del caviar en El Negresco de Niza. Conquista Nueva York con las perdices y los vinos españoles, se hace amigo de destacados mafiosos. Monta en Madrid el restaurante que sigue vivo, tradicional y con corbata. Disfrutando de aquella comida, y obligatoriamente encorbatados, recordamos a otro grande que nunca llevó corbata y que nunca comió en Jockey, se llamó Joaquín Luqui, nos hizo felices y cosmopolitas.
Como lo cortés, no quita lo caliente, sin corbatas y en memoria del navarro que nos hizo amar a los Beatles, Iñaki Gabilondo, Carlos Boyero y otros amigos de los callos nos fuimos al templo tabernario del plato más madrileñamente popular, a San Mamés. Una vez más, descamisados y felices, comprobamos que Santi es un maestro de la casquería. Él asegura que no sabe si serán los mejores, pero sí que son los más caros. Iñaki, con perdón de la querida suegra, asegura que no serán los más caros, pero son los mejores. La próxima semana toca régimen.
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