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Columna
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Que no decaiga

Resulta tranquilizador comprobar que las actividades sociales, culturales, profesionales y políticas continúan celebrándose, incontaminadas por las supuestas tensiones o crisis políticas. Al decir crisis me refiero al significado más literal, que indica un cambio o mutación en cualquier proceso, para bien o para mal. Siguen en nuestra ciudad teniendo lugar innumerables eventos de carácter cultural, aunque hayamos perdido aquella vieja calidad de faro y referencia para el resto de España. El mundo del arte hace tiempo que llegó a poblaciones de corta demografía y pocos pueblos quedan que no cuenten con uno o varios museos que presenten el esforzado trabajo de artistas locales y foráneos, en pintura, escultura o lo que sea. De todas formas, Madrid sigue tratando de mantener cierta primacía, aprovechando, sin duda, tener el Prado a mano y otro sinnúmero de ámbitos de tutela pública, privada o bancaria. De vez en cuando, el premio de poder contemplar una obra singular, como el retrato que Velázquez hizo del papa Inocencio X, del que se criticó su estado de conservación, que quizá haya mejorado a estas horas.

Con general buen criterio nos traen muestras de lo que carecemos, como el impresionismo del que hay menguada representación. Siempre he creído que, dadas las extraordinarias facilidades que tienen los viajeros, parecería más racional que donde exista una notable concentración de determinados estilo o escuela, sean los admiradores los que se desplacen y dejen las obras colgadas y al abrigo de accidentes o agresiones. En Madrid se encuentran la mayor cantidad posible de obras de Goya y es lógico, por tanto, que los especialmente interesados en este pintor vengan por aquí. Claro que no está mal que nos lo traigan y ahora se puede ver grabados de Durero que quizá no justificaran un desplazamiento hasta Núremberg. Mantengo afinidad ecléctica con quienes piensan que el arte debe ser resguardado de las muchedumbres que sólo suelen acercarse cuando es gratuita y en los museos se está calentito en invierno y fresco en el verano. Se han incorporado a la difusión de la política cultural las muestras fotográficas. No cabe duda acerca de su enjundia y del valor testimonial de sus pioneros, aunque ahora, con las máquinas al uso, cualquiera sea capaz de retratar un arco iris meditabundo.

No cesa en Madrid el ajetreo de las conferencias, presentación de libros, muestras pictóricas o escultóricas. No acabo de entender la supervivencia de los vernissages, que tuvieron la justificación de ofrecerse a la crítica, a los expertos, a los aficionados, antes que al público. Hoy, como hace 30 o 50 años, las galería suelen seguir distribuyendo invitaciones -y después aperitivos con vino blanco, tinto, cerveza y puede que cava- de personas que suelen llegar al mismo tiempo al local y que apenas dejan resbalar una distraída mirada sobre los lienzos, mientras se afanan con la croqueta y la cháchara entre conocidos y habituales. Puede que exista un propósito que no entiendo, pero eso debe ser carencia mía.

Algo caracteriza estos eventos, que van desde la conferencia sobre cualquier tema, por manido o desconocido que fuere, hasta la presentación del libro por el autor de moda. Generalmente, al famoso escritor lo introduce un alto empleado de la editorial a quien apenas conocen los no iniciados. Lo que menos varía es el público, formado fundamentalmente por mujeres de edad mediana y alta, que se repantingan en los mejores asientos, ocupados con suficiente antelación. No se crea que tanta cabeza rubia o blanca se instala allí sólo para pasar la tarde y en busca del canapé, sino que son personas cada vez más ilustradas, manumitidas de la esclavitud del hogar, de los hijos pequeños, del marido exigente. Suelen comprar el libro que se anuncia y no cabe duda de que lo leen con fruición y provecho. Son igualmente las mayoritarias y disfrutadoras de los conciertos que menudean en la Corte. Cuando muchas mujeres se sienten verdaderamente independientes y felices es en esos momentos en que gozan de la música, de la pintura, de los conocimientos del conferenciante, sin la angustia de volver al hogar para hacer la cena que reclaman cuatro o seis personas a su cargo. Cuando trabajan ocho horas en una empresa u oficina pública, levantándose al alba, haciendo dos trasbordos de metro, buscando desesperadas el hueco donde aparcar el coche, percibiendo un buen salario y regresando a casa derrengadas, son independientes, pero dudo que felices.

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