El día en que esta mujer perdió el miedo
El día, y hasta la hora. No es muy frecuente recordar el día, y hasta la hora, en que se pierde el miedo. Pero Natalia Menéndez, actriz, entrenadora de actores (lo que en el argot se llama coach, entrenar), directora de teatro, hija de Juanjo Menéndez, un parentesco que le llena de orgullo, tiene cronometrado el momento en que eso sucedió. Fue en Barcelona, hace diez años, y fue en medio de un parlamento que ella debía decir en La discreta enamorada, de Lope de Vega. "Siempre tenía miedo de no agradar, y fui diciendo una frase de esa obra, en medio de los nervios, cuando me dije: '¿Y qué importa? No le vas a agradar siempre a todo el mundo...' Y ahí decidí que lo de gustar es una tontería, lo importante es comunicar... Y cuando descubres algo sencillo descubres también un mundo grande". Usa gafas de colores, a cualquier hora parece recién duchada ("porque yo soy muy limpia, no porque me levante tarde"), y es acaso la mujer que más sonríe, o ríe, del mundo del teatro, en el que nació asustada porque su padre lanzaba al aire un niño en una obra de Jean Anouilh, el primer montaje que vio en su vida. En la escena, su padre reñía con una mujer que no era su madre, además ponía en riesgo la vida de un bebé...; ella no entendía nada, hasta que supo que todo aquello era puro teatro... En el puro teatro (y en todas las disciplinas de la escena) está desde entonces, y ahora acaba de estrenar como directora, en el María Guerrero, en Madrid, El invierno bajo la mesa, de Roland Topor, con Toni Acosta y Lorena Berdún, entre otros. En la obra se repite mucho una palabra intraducible, trom: entre otras cosas, dice Natalia Menéndez, significaría: "... No prejuzgar, dignidad y respeto en abundancia, un pellizco de ternura, atreverse a preguntar, volver a jugar..." Ella es una chica trom, porque todo eso le va perfectamente.
El padre. "Cuando la gente aplaudía a mi padre, él me parecía más grande aún; los aplausos lo hacían enorme a mis ojos... Lo magnifiqué. Estudié interpretación, y me fui a París, donde no estaba mi padre, ¡pero estaba mi tío Jean-Pierre Miquel!, que fue director de La Comédie Française y del teatro del Odeón... Entré de ayudante suya y trabajé también como productora de cine... Cuando me llamó mi padre para que trabajara con él, en un vodevil de Alonso Millán, le seguí a ciegas... Después me fui al Teatro Nacional Clásico, y en ese trayecto ya sentía ese orgullo de ser hija de quien era... Mi padre tenía un gran sentido del humor, era generoso... Era muy tímido. Un día se quedó una señora mirándole, en un ascensor, él superó la timidez y le dijo: 'Señora, no me mire tanto, que no soy la Virgen María..."
Entrenar. "Un coach es alguien que ayuda a un actor, sobre todo extranjero, a integrarse en el trabajo que tiene que hacer aquí... Le enseñas las costumbres, la mentalidad, haces que se divierta trabajando, le introduces en el idioma... He sido coach de Tcheky Carrió, de Gilbert Melky, de Jose García, de Najwa Nimri... Desde pequeña me di cuenta de que eso me gustaba, que la gente se sintiera bien; a lo mejor eso esconde que yo en realidad quisiera estar detrás y no delante en la escena... He hecho cine, pero supongo que de mayor haré más cine porque, como no me he operado, tendré el aspecto que los directores quieren que se tenga a ciertas edades..."
Teatro. "Es el lugar donde no puedes hacer trampas, el juego tiene que ser verdad... Esta obra de Topor es puro teatro: habla sobre la dignidad; si hay dignidad se puede vivir más feliz, y si tienes prejuicios no consigues lo que quieres. Sin trampas. Con trom".
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