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Columna
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El vacío

La agonía de Juan Pablo II puede que le resulte muy simpática a ese cuerpo coral de la juvenil castidad única española que le aclama desde la plaza de San Pedro, con eslóganes que parecen dirigidos tanto al Pontífice como a las cámaras de televisión. Pero a mí me pone carne de gallina.

Además, qué quieren que les diga. Por culpa de esta agotadora despedida con que nos llenan los telediarios he perdido todo interés por convertirme al catolicismo activo; lo que podía haber hecho, como colofón de una vida dedicada al ateísmo militante. Yo pensaba, en este umbral de mi vejez, que siempre me quedaría la opción de llamar a un cura, reconciliarme con el Altísimo, pedir el perdón de los pecados y concentrarme en realizar obras pías. Convertida en una neobeata de fuste, podría participar en todo tipo de actividades y viajes a santuarios (Fátima, Lourdes, licuaciones de sangre, etcétera) que me harían olvidar los placeres terrenales que voy dejando atrás, por no hablar de lo estupendo que debe de ser prohibirle a todo el mundo hacer aquello que yo ya no puedo permitirme.

Pero ¿cómo creer, con la fe del carbonero, o con la de la niña casta opusdeiana? ¿No será que Dios no existe y el propio Papa lo sabe, y por tanto no quiere irse? ¿Era eso lo que intentaba decir el domingo, cuando, airado e impotente, le sacudió tremendo manotazo al atril, que por suerte era de metacrilato? ¿Estaba el Sumo Pontífice desesperado con los de protocolo porque le obligan a asomarse al balcón pese a su extrema debilidad? O, por el contrario, ¿siendo eso lo que pretende, morir en escena, le falta lo que todo actor necesita -la voz-, antes de hacer mutis?

Careciendo como carezco del retorcimiento cardenalicio que se necesita para ver en las patéticas imágenes del Papa el gozoso cumplimiento de los designios del Señor, me perdonarán que les diga que para mí, en plan mártires gloriosos, los de Quo vadis, capaces de enfrentarse maniatados a toros y leones, con grilletes y túnicas de color pastel, cenefas de flores en el cabello y la seguridad de que el paraíso se encontraba al otro lado de las fauces de la fiera.

Lo de ahora es desasosegante y penoso. Como si el Papa no se asomara al balcón, sino al vacío.

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