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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

En memoria del escritor y pintor Antonio Fernández Molina

Durante la noche del domingo pasado murió en Zaragoza, a los 77 años, a consecuencia de un fallo cardiaco, el poeta, narrador, autor teatral, traductor y pintor Antonio Fernández Molina. Había nacido por azar en Alcázar de San Juan, en 1927, pero vivió en numerosos lugares, entre ellos Madrid, Alcoy, Guadalajara (donde estudió el bachillerato), Mallorca (entre 1964 y 1972) y Zaragoza.

Niño precoz, desde sus primeros escritos encontró en la experimentación vanguardista, en los juegos artísticos, un estímulo para su obra. Por ello se sintió muy cercano a los escritores postistas, fundando en 1951 la revista Doña Endrina. Después se produjo el encuentro con dos escritores que para él fueron fundamentales: el poeta Miguel Labordeta, que lo convirtió en jefe de redacción de la revista Despacho literario, y Camilo José Cela, que lo nombró secretario de Papeles de Son Armadans y publicó en Alfaguara su curiosa novela Solo de trompeta (1965).

Cultivó todos los géneros literarios, pero se quedó con el disgusto de no haber hecho nunca cine por falta de medios. Quizá, por ello, debido a su insaciable curiosidad artística, los que más lo trataron lo tachaban de humanista, aunque también recuerden su carácter algo huraño y difícil. Yo, que ni lo conocí ni lo traté nunca (aunque mantuvimos un curioso diálogo a través de su hija Ester), he disfrutado mucho con la lectura de su obra, con aquella que más me interesa, sus textos narrativos breves, lo que hoy llamamos microrrelatos, género en el que es un auténtico maestro. Buena prueba de ello es que sea el único autor español que figura en el mítico Libro de la imaginación (1976), del mexicano Edmundo Valadés.

Fernández Molina es uno de esos escasos autores que escriben para saber, que conciben la escritura como un proceso de indagación. Así, sus piezas más logradas, textos fragmentarios, brevísimos, que se le suelen ocurrir mientras camina, se sustentan en lo ambiguo, sorprendente y paradójico, en la metamorfosis de una realidad que él observa siempre como cambiante. Su tradición literaria, lo ha confesado él mismo, pasa por Quevedo y Gómez de la Serna, el romanticismo (Novalis y Bécquer fueron otras de sus devociones) y el surrealismo. Pero siempre se mostró partidario de la estética del realismo mágico, del poder de la imaginación, de la necesidad ineludible de explorar el lenguaje, desde La tienda ausente (1967), Cejunta y Gamud (1969), publicado un año antes que las Historias de cronopios y de famas, de Cortázar, con el que tanta relación guarda Dentro de un embudo (1973), hasta Arando en la madera (1975) y Pompón (1977), por sólo citar algunos de sus libros en prosa más significativos.

En ellos aparece con frecuencia un humor sombrío, producto de sus preocupaciones existenciales y sociales, pero también mundos alucinantes regidos por leyes físicas peculiares. Sin que falten los motivos que más lo han obsesionado, como la soledad e inestabilidad emocional a la que nos condena el mundo moderno, la identidad cambiante, la despersonaliza-ción, el presunto progreso espiritual y material de la humanidad, la desintegración de la conciencia y el misterioso mundo de las artes.

Aquellos lectores que no conozcan su obra y sientan curiosidad, quienes no puedan esperar la antología de microrrelatos que prepara José Luis Calvo Carilla para la editorial Menoscuarto, pueden empezar a familiarizarse con sus narraciones en Perro mundo (Calambur, 1994) y La vida caprichosa (Libros del Innombrable, 2003), por citar volúmenes asequibles.

En cambio, aquellos otros que hayan frecuentado sus libros o visto sus cuadros se habrán dado cuenta de que Fernández Molina, como Ramón Gómez de la Serna, del que me parece que no le hubiera importado reconocerse continuador, fue primero un puer senex para convertirse luego en un senex puer, siempre tocado por la poesía, componente esencial para él de todas las artes y géneros literarios. Y quizá por ello se definiera como "un poeta que pinta y cultiva el verso y la prosa". Cela, no por casualidad, lo llamaba siempre "Poeta". Así, no es extraño que varios de sus libros, los ilustrados por él mismo, sean auténticas obras de arte.

Y sin embargo, mucho me temo que su literatura, siempre a contracorriente, es una de las más secretas que existen en este país. Lo triste es que en pocas ocasiones como en ésta la ambición y calidad de una obra literaria se halle tan lejos de su justo reconocimiento. Habría que hacer todo lo posible para remediarlo.

Fernando Valls es profesor de Literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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