¡Hola, primavera!
Es casi un imperativo profesional echar el cuarto a espadas sobre el tapete de la primavera, que ayer inauguramos. E intentar mantener un prestigio que se tambalea por culpa del desacuerdo entre el tópico de ser la estación de las flores, el buen tiempo, el amor y todas esas monsergas, y el frío que, en cualquier momento, puede volver a echársenos encima, sin avisar. Cualquier atributo puede achacársele aunque haya que poner en cuestión la bonanza climatológica.
La fama le viene desde la cuna de nuestra civilización, la divina Grecia que fue muchas cosas excepto lugar favorecido por la naturaleza. Quien haya visitado Atenas, especialmente en verano, el parangón que se le viene a la memoria es la geografía manchega y extremeña en sus parcelas más inhóspitas, qué paraísos y oasis se encuentran en aquellos territorios. Calor a manta, mosquitos y polvo. Quizá la leal afluencia de turistas mantengan el lustre de sus milenarias piedras, estatuas, templos y partenones. El ático es clima duro, riguroso pero posiblemente ésta sea su mejor estación, la que ha dado pábulo a todas las extravagancias por parte de los poetas. Y eso que han asfaltado o empedrado decorosamente la subida a la Acrópolis, que hace solo 30 años era un vía crucis polvoriento. Entonces -no sé si ahora-, hubiera resultado ridícula su candidatura para sede olímpica, ni por la proximidad con la ciudad de los Juegos. A su lado, Madrid refulge, en medio de incesantes obras viales para el próximo evento. Por cierto -sin entrar en tipo alguno de valoraciones nostálgicas-, creo que no debieron desahuciar la estatua ecuestre de Franco hasta después de que se celebren los presuntos jolgorios atléticos. Ofrecería a los visitantes un panorama -engañoso- de paz, concordia y asunción de historias civiles que nos venía por carambola.
Con esa cuestionable tibieza ambiental se iniciaban las fiestas, que tan entusiásticamente adoptaron los romanos. Asombra comprobar la cantidad de tiempo de que disponían, porque según los programas conocidos se pasaban el día de juerga. Cualquier pretexto era bueno y quizás esa tendencia a la diversión precisaba disponer de un buen elenco de tantos dioses a los que honrar, a base de comer bien y beber mejor, porque le daban al pámpano con encomiable fruición. Las fiestas duraban una barbaridad, como las bodas gitanas de rumbo y rumba.
Saludaban a la tierra que habían sembrado para que se hincharan los surcos y el fruto fuese pródigo. Para adornarse, qué mejor que las flores, por lo que calculo que debió ser un excelente negocio tener una floristería en las calles atenienses, y luego en las vías Apias, para surtir a la ciudadanía de rosas, prímulas, lirios y lo que estuviera entonces más en boga. Ello ayudaba a que la primavera tuviese siempre buena prensa, aunque haya otros lugares del continente donde también se celebra este acontecimiento anual como una conmemoración de las cosas ausentes. Los británicos son especialmente severos con este periodo del que dijo el escritor William Cooper que se trataba del ciclo más rudo del invierno. Exageraba porque muchos hemos conocido maravillosas jornadas en Londres y su campiña.
Los madrileños, en tanto, queremos festejar a la primavera, ignorantes de que, en estos días, cientos de personas se afanan en la supervivencia de nuestra fiesta más conocida y no sustituida: los toros, cuya próxima feria de San Isidro se parece, en extensión, a los festejos paganos más acreditados. Claro que no participan en esto más que quienes se puedan dar el lujo de sufragar el abono en la Monumental. No tenemos fallas, ni sanfermines, ni Feria de Abril, pero disponemos de una ciudad que conserva vestigios de su antigua hospitalidad y gracia. Aún es gratis pasear por el Retiro, merece la pena pagar por recorrer los parterres y paseos del Botánico y, sobre todo, circular a cualquier hora por esta metrópoli que se queda vacía, mientras su nutrida nómina de árboles recién podados esponja sus ramas en tupido follaje. A pesar de los bruscos vaivenes del termómetro, desafiando los coletazos de la maligna gripe, las desventuras del Real Madrid y la poca suerte del Atlético, saludemos a la estación florida y hermosa, consolándonos deportivamente, quienes lo requieran, con el deslumbrante surgir del Getafe. Y hagamos caso del refrán: conserven la camiseta los hombres, no se desabriguen las damas, al menos hasta el famoso 40 de mayo. La primavera ha venido, no tenía otro remedio.
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