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Columna
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Decálogo

A PARTIR de un párrafo del filósofo romántico Schelling, extraído del libro Sobre la esencia de la libertad humana, donde se asocia la humana condición de ser pensante con la aflicción, George Steiner ha publicado este mismo año, al menos en su edición bilingüe inglés-francés, Diez razones (posibles) para la tristeza del pensamiento (Albin Michel), un ensayo sobre el fundamento melancólico de nuestra existencia. Bordeando el límite misterioso de la consciencia, que nos escinde para adaptar nuestra mirada al único paisaje de fondo de la muerte, Steiner argumenta el decálogo de las fronteras insoslayables de nuestro pensamiento, que no hace sino parpadear en la oscuridad, como si, a cada nuevo giro deslumbrante, que jovialmente se explaya ante el descubrimiento de otra perspectiva, no dejara de aplastarnos con su inconmensurabilidad. No es que nuestra sabiduría sea, por tanto, trágicamente falible, sino que cualquier conocimiento, empezando por el conocimiento del conocer, vive en la precariedad de lo incierto, salvo el decisivo, fatal y perentorio de nuestra mortalidad, la única verdad que alumbra o deslumbra nuestra conciencia y marca nuestra frente con el signo individualizador de una radical soledad.

La tristeza, inseparable de la alegría, es el paradójico resultado de nuestra condición desequilibrada, marcada por la finitud y el exceso, por el tiempo y el ansia de inmortalidad, el desear y la vacuidad. Ante el incesante flujo energético de nuestra actividad cerebral, cuyo rumor no cesa ni cuando estamos dormidos, lo que llamamos pensar es un desesperado intento de concentración de instantánea fugacidad. El lenguaje ordena un caos de sensaciones y sentimientos, y, sobre todo, nos organiza comunitariamente, pero apenas si nos quedan algunas difusas huellas de unos pocos chispazos de esta incesante máquina infernal, la razón de cuya combustión no es prácticamente desconocida. El vértigo de lo perecedero estimula nuestra capacidad de abstracción para extrapolar la realidad en términos, por así decirlo, más manejables, pero toda nuestra sabiduría se estrella frente al misterio insondable del nanosegundo anterior al Big Bang y la incertidumbre de la expansión cósmica. Hemos logrado, sin duda, verdaderas hazañas en la delimitación de nuestra consciencia universal, pero no hay ni el menor atisbo de que seamos capaces de saber lo que realmente piensa nuestro más amado e inmediato prójimo.

La teoría de la relatividad afecta también a nuestra afectividad, que se curva ante la oscuridad del misterio. En realidad, nuestro cuerpo, en permanente transformación, es inmortal, pero no nuestra alma, que tiene los días contados. "No hay, por tanto, vida sino en la personalidad", concluye la cita de Schelling comentada por Steiner, "ahora bien, toda personalidad reposa sobre un fondo oscuro, que ha de servir también de fundamento al conocimiento". Recordarnos esta oscuridad es lo que pretende el hermoso ensayo de Steiner, no para entristecernos, sino para remarcar la olvidada dignidad de nuestra mortal condición: la infinita capacidad de resucitar de nuestra alma, esa "caña pensante".

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