Arriba y abajo
En menos de veinticuatro horas, los dioses nos han devuelto a la realidad: el Barça ha perdido la categoría de aspirante y el Madrid ha ganado en propiedad el título de ex campeón.
Sin embargo hay maneras de ganar y maneras de perder y, para consuelo póstumo de sus seguidores, el Barça perdió a su manera. Movido por su espíritu de conquista trató de apoderarse de la plaza redonda del círculo central, y desde allí, dirigido por Xabi, Deco, Iniesta y Ronaldinho, persiguió al Chelsea por todas las esquinas de Londres. Se trataba de interferir en los nudos de comunicaciones, de ocupar las líneas de suministro, de abrir la maniobra por los carrilles y de acorralar al adversario en la periferia de la cancha. Obsesionado por ganar terreno concedió la desventaja natural en los equipos de ataque: con tantos efectivos en campo contrario era inevitable descubrir el flanco y exponer la retaguardia al peligro de la contraofensiva.
Menos escrupuloso con las formas que Frank Rijkaard, el taimado Mouriño se atrincheró primero y respondió después. Cuatro despliegues rapidísimos le bastaron para conseguir tres goles.
A pesar de todo, el Barça no se descompuso. Se rearmó con la pelota, volvió al partido y estuvo a punto de ganarlo. Perdió, pero perdió con estilo.
Un día después, el Madrid perdía el paso y la eliminatoria. No se fue de Europa por razones de calidad, sino de agotamiento; no sufrió el desmayo provisional de los equipos que sobreactúan: su juego, turbio, pesado y mortecino, tenía el mismo brillo residual que la llama de una lamparilla. Con estos antecedentes, el partido fue la exhibición del moribundo. Durante dos horas le vimos recorrer el campo como un alma en pena: resignado a su propia tozudez, era, definitivamente, el fuelle agrietado de una vieja fragua.
Hoy, con distintas palabras, los críticos empiezan a coincidir en un diagnóstico escrito hace cuatro meses: el equipo necesita una inexcusable renovación. Si exceptuamos a Ronaldo y al secundario Owen, su guardia de balones de oro está para las vitrinas. Nunca retiraremos a Figo el respeto que se ganó en sus mejores años, ni discutiremos la caballerosa disposición de David Beckham, ni negaremos una feliz memoria a Roberto Carlos, vicario de Puskas en la tierra, ni, por supuesto, olvidaremos al fabuloso Zinedine Zidane que marcó y enmarcó, en una sola pirueta, el gol de Nureyev.
Pero ahora ha llegado el momento: el club debe proponerles una jubilación digna, y ellos, tomar la decisión más difícil de sus vidas.
O prestigio o cuenta corriente.
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