Romanticismo
"VERDADERAMENTE, EN la noche se oía estallar la detonación de las pistolas solitarias...", escribió T. Gautier en su Historia del romanticismo al evocar la noche del estreno, en 1835, del drama teatral Chatterton, de Alfred de Vigny (1797-1863), casi rigurosamente coetáneo del pintor Delacroix, que nació un año después y murió el mismo año. "En Chatterton", continúa Gautier, "el drama es todo íntimo y sólo se compone de una idea: de hechos, de acción, no hay, si no es el suicidio del poeta, que se adivina desde la primera palabra". En efecto, lo que se narra en dicha obra teatral es la trágica historia del poeta inglés Thomas Chatterton (1752-1770), que, aún adolescente, se quitó la vida, tras descubrirse que había falsificado un supuesto poema antiguo y no encontrar apoyos para su incipiente carrera literaria. Tres años antes de este estreno, en 1832, De Vigny ya había publicado este patético caso, junto al de los poetas franceses de parecido destino, Nicholas-Joseph-Laurent Gibert (1751-1780) y André Chénier (1762-1794), en la novela Stello (Gredos), ahora rescatada en una nueva edición castellana a cargo de Alberto Torrego.
Desdoblándose el propio De Vigny en dos personajes ficticios, un poeta llamado Stello, aquejado del mal de spleen o aburrimiento existencial, y un tal doctor Noir, que trata de sacarle de su estado de postración, mediante el relato ejemplar de estos tres poetas desdichados, sobre todo, con la intención de demostrar que la poesía -y el arte en general- no puede esperar ayuda alguna de ningún régimen político, y se entiende, por tanto, que tampoco de ninguna sociedad, en especial la de la entonces pujante sociedad burguesa contemporánea, con su avidez materialista meramente mercantil y utilitaria. Significativamente, la novela y el drama de De Vigny se publicaron tras la Revolución de 1830, que instauró el régimen burgués de Luis Felipe, donde se terminaron todas las ilusiones y se inició la bohemia y la marginación social de los artistas. Ha llovido mucho desde entonces, pero, aunque la protección institucional y el propio mercado han convertido el tema del arte en un asunto de propaganda y en un negocio, a veces, de una beligerancia sangrante, nos queda como el agrio regusto de que esta floreciente coyunda tiene algo o mucho de total impostura, no tanto por la mercantilización en sí del arte, ni por los, a veces, cínicos rendimientos que sacan los propios artistas, sea cual sea su calidad o mérito, sino, principalmente, porque se hurta quizá lo más esencial: el hecho -y la dignidad- que asocia inevitablemente la creación artística con la soledad y su correspondiente naturaleza de don gratuito.
¿Romanticismo residual? En la receta que, al final de Stello, prescribe el doctor Noir a su paciente, hay, en realidad, una sola demanda: que el artista sea "solo y libre". Ciertamente, De Vigny era un redomado romántico, pero ¿cómo "programar" una creación, no sólo artística, que no sea sino derrotando cibernéticamente al creador con sus propias armas? ¿Con las "máquinas solteras" de Duchamp?
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