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FÚTBOL | Vuelta de los octavos de final de la Liga de Campeones
Columna
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Lo peor que se puede hacer con 120 minutos

Enric González

Hay partidos que obligan a revisar las creencias más firmes. Un servidor estaba seguro, segurísimo, de que en su vida volvería a ver un partido tan gris y embarullado como un Espanyol-Castellón cometido hace ya casi 40 años. Después del Juventus-Real Madrid, o al menos después de la primera parte, uno está menos convencido. Se podría argumentar que lo de ayer en Turín fue una gran eliminatoria europea, que decenas de miles de personas tenían un nudo en la garganta y que había una millonada en juego. Vale. Pero ese argumento valdría lo mismo si el pase a cuartos se lo hubieran jugado Ronaldo y Emerson al billar. La emoción habría sido la misma y el espectáculo, sin ninguna duda, bastante mejor. El Real Madrid hizo lo peor que podía hacer con los 120 minutos de partido y prórroga.

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Un colega italiano, con el paladar acostumbrado a los condumios insípidos y correosos que el calcio ofrece con frecuencia, comentaba en el descanso que todo era cuestión de "tempismo". Qué palabra más bonita. Los italianos son capaces de sacar poesía de cualquier parte. A un pase, por ejemplo, lo llaman "sugerencia". Al referirse al tempismo, el colega indicaba que Fabio Capello (con la complicidad culpable de Wanderley Luxemburgo) se había propuesto suprimir toda la primera parte. "El Juventus no quería sorpresas, y para no tenerlas lo mejor es organizar las cosas de tal forma que no ocurra nada", dijo el sabio. "Luego, en la segunda parte, pasará lo que tenga que pasar".

No sé si eso es fútbol científico. Muy de Capello, en cualquier caso. El técnico juventino, maestro de las artes menos vistosas del fútbol, había prometido aburrimiento, pesadez y cálculo infinitesimal para llevar la eliminatoria hacia donde a él le interesaba: a la prórroga, a los penaltis, a la moneda o a donde hiciera falta para lograr que el Real Madrid hirviera poco a poco en su propia tensión nerviosa y se dejara clavar la estocada. Lo curioso del caso es que Luxemburgo y el Madrid le siguieron la corriente. Si hubo una sorpresa, algo que comentar (antes del piadoso olvido) sobre el encuentro de anoche, fue precisamente ésa. Que Luxemburgo y los suyos se apuntaran también al tempismo, que no les favorecía nada.

Luxemburgo no tiene nada de turinés, pero su planteamiento era muy capellista (primero que no pase nada, y luego ya veremos) y recordaba al de un turinés ilustre, el rey Vittorio Emanuele II de Saboya, cuando declaró la guerra a Austria en (si no recuerdo mal) 1866. Vittorio Emanuele quiso atar el resultado y dejó que fuera primero la potente Prusia la que atacara a los austriacos. Cuestión de prudencia y de evitar sorpresas. Tras matar el primer tiempo del conflicto, cuando Austria desplazaba sus tropas en Italia hacia el centro de Europa, declaró la guerra y ordenó un avance cauteloso, sin plan de campaña ni nada. Desde su punto de vista, le valía con aguantar un poco para obtener una victoria moral en un enfrentamiento que de todas formas Austria tenía perdido. Se esforzó tanto en preparar el día después de la victoria que colapsó el servicio telegráfico con felicitaciones, promesas de condecoración y arengas gloriosas. Nadie pudo avisar a los generales italianos, dada la saturación de las comunicaciones, de que tenían justo delante lo poco que quedaba de la fuerza imperial. La tropa de Vittorio Emanuele topó con el enemigo, se llevó la sorpresa que quería evitar, perdió la batalla y la guerra en una mañana y ordenó retirada. Fue una derrota patética, hecha de cálculo, pasividad, incapacidad para el combate y tempismo.

Como lo de anoche. A Vittorio Emanuele se le debió quedar la cara de Luxemburgo. Pero él era rey. Luxemburgo, no.

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