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Utopía

El otro día, en pocos minutos, desde mi casa, efectué los trámites para matricularme en un curso. Rellené el impreso, aporté el currículum, hice una transferencia bancaria y me confirmaron la inscripción. Todo a través de internet. Hace unos años, conseguir el mismo objetivo me habría mantenido entretenida media mañana y obligado a trasladarme a una oficina bancaria, a un local de fotocopias, a la ventanilla de la institución donde hubiera tenido que esperar un tiempo haciendo cola. El mundo progresa a un ritmo intenso y la vida es más confortable.

Cada vez que tomo un avión pienso en lo maravilloso que es el invento en sí mismo. Observar una ciudad desde el cielo te transforma por unos instantes en un ser omnisciente. Volamos como los pájaros, incluso somos más veloces y poseemos una capacidad de transportar peso de la que ellos carecen. Que el avión despegue del suelo hasta elevarse en las alturas es un espectáculo, que se mantenga en el aire y avance suena a milagro, que lo haga cargado hasta los topes con cientos de toneladas a bordo, personas, mercancías, combustible, te hace pensar lo grande que es el ser humano cuando empeña su inteligencia en alcanzar fines que hasta hace poco formaban parte de lo utópico.

Lo mismo pienso cuando frente al televisor puedo contemplar el final de un torneo de tenis al mismo tiempo en que se está jugando en París o en Nueva York. Parece cosa de magia, aunque al haberse convertido en algo corriente haya visto decrecer su capacidad para asombrarnos.

La electricidad, las telecomunicaciones y la informática han conseguido que nuestro mundo sea distinto y, por supuesto, mejor que el que les tocó vivir al hombre de Atapuerca y sus descendientes inmediatos. Ellos debieron pasar mucho frío, sentirse amenazados por múltiples peligros, y tener un horizonte limitado a lo que podían alcanzar con la vista. Qué duda cabe que la felicidad depende, entre otros factores, de las circunstancias que nos rodean, y las nuestras son formidables, además de la habilidad de cada cual para enfrentarse a las adversidades.

Por eso da rabia que, después de haber sido capaces de llegar a la Luna, investigar la superficie de Marte, poner satélites en órbita, trasplantar órganos para retrasar la muerte, dar la vida a nuevos seres en el laboratorio y resolver problemas de enorme complejidad, nos manifestemos tan torpes para encontrar soluciones a demandas elementales, como erradicar el hambre y asegurar la paz en la tierra.

Algo está fallando en las mentes y la moral de las personas que toman las decisiones estratégicas, ésas a las que se les atribuye la responsabilidad de ejercer el liderazgo. Llámese poner por encima los intereses de determinados grupos -multinacionales farmacéuticas, petroleras, industria armamentística- sobre las necesidades de una inmensa mayoría de olvidados. O atizar el fuego del enfrentamiento entre culturas y civilizaciones, o permitir que el poder religioso secuestre al civil en temas relacionados con la convivencia.

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Soñar cuesta poco. Imaginen qué mundo tendríamos si Bush se dedicara de verdad a luchar por la paz, empeñase su esfuerzo en buscar una salida negociada al conflicto palestino y se enfrentara al terrorismo con otras armas diferentes a las guerras; si la ONU fuera respetada como árbitro por todos los gobiernos nacionales; si hubiera una apuesta decidida por el desarrollo de los países pobres y sus ciudadanos no tuvieran que emigrar; si no se fabricaran armas y ese dinero se dirigiera a sectores relacionados con la educación o la salud. Y, aquí, en España, qué otra sociedad sería si la mitad de los vascos y las vascas no estuvieran tan ensimismados mirándose el ombligo, si los catalanes no tuvieran tanto empeño en ser diferentes a los demás, si los obispos no dedicaran su tiempo al uso que la gente hace de los condones, y algunos magistrados del Consejo General del Poder Judicial no confundiera a los homosexuales con los animales. Y en la Comunidad Valenciana qué bien se viviría si el Consell se dedicara a gobernar en lugar de interferir en el trabajo de la Academia de la Lengua por ejemplo, pusiera orden en sus finanzas para alejar la impresión de manirrotos que va calando en nuestro ánimo, y primara el suministro eléctrico y otros gastos corrientes de los institutos de enseñanza media sobre inversiones suntuosas como la Esfera Armilar.

Conforme voy enumerando estos factores cogidos a vuela pluma, tengo la sensación de que cuanto más sentido común tienen, más difíciles de conseguir son. En los presupuestos de los EE UU para este año la inversión en defensa aumenta en un 4,5% a costa de recortar el dinero dirigido a gasto social. Es algo deprimente. Como si existieran obstáculos insalvables en el interior de nosotros mismos que lucharan a la contra. ¿Por qué el ser humano ha de ser inteligente para unas cosas y miserable para otras? Hace falta un auténtico comité de sabios -por cierto, ¿puede un sabio ser tan tonto como para calificarse sabio?- con urgencia para que nos indique cómo cambiar de rumbo.

María García-Lliberós es escritora.

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