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Columna
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Desprecio adolescente

El adolescente se ha sentido siempre incomprendido, oprimido por una sociedad ajena que lo censuraba y lo adoctrinaba contra su voluntad. Hoy el desprecio es mutuo. Estamos ante la generación de quinceañeros más egocéntrica, maleducada, escandalosa y autodestructiva. Su actitud desordenadamente rebelde o su abulia ante el mundo provoca preocupación en sus padres, pero rechazo también en gran parte de su entorno. Los adolescentes se han transformado en una especie de tribu urbana totalmente desconectada no sólo de la generación precedente, sino de cualquier joven que supere los 25 años. Es usual encontrarlos montando follón en las últimas filas de los cines, haciendo ruidosos comentarios jocosos sobre las escenas de la pantalla, gritando o riendo con el estruendo de un humor tan privado como elemental, vacilándole a los chinos en tiendas de comestibles hasta que son expulsados con sus gigantescas bolsas de gominolas y su aliento a frutos secos.

Es cada vez más costoso sentir aprecio, envidia o, al menos, compasión por los adolescentes porque pocos pueden verse reflejados en ellos. Su versión púber no es la de ninguna de las personas que han de esquivar sus mochilas tatuadas con bic en los vagones del metro, sus desperdicios etílicos en los parques y las plazas del centro o las afueras de Madrid, sus cruces en las calles sin atender a los semáforos.

Los adolescentes no se identifican con el resto de los ciudadanos ni éstos con los adolescentes. Los quinceañeros no comprenden por qué han de volver a casa antes de las cuatro de la madrugada, ni qué hay de malo en mostrar el tanga por encima de la minifalda; sus padres tampoco entienden cuál es la causa de que sus hijos esnifen cada vez más cocaína ni comiencen a beber alcohol a los trece. Los jóvenes madrileños han triplicado el consumo de farlopa en los últimos cuatro años. Ni siquiera los familiares, las asociaciones o los institutos que estudian y velan por esta preocupante camada aciertan a entenderlos.

La falta de información o de diálogo entre padres e hijos es siempre la causa alegada para explicar el desfase de los adolescentes, pero ésta es la prole más aleccionada de la historia en asuntos de estupefacientes o sexo. Se "colocan", sin embargo, como nunca antes y a edades cada vez más tempranas. O bien, la tasa de embarazos entre chicas de catorce a diecisiete años ha venido a duplicarse en la última década.

El adolescente no muestra interés por escuchar ni dialogar. Es una actitud esquiva y desdeñosa la que le blinda frente las advertencias de las campañas antidroga o a las torpes y desafinadas charlas de sus padres sobre marihuana o sexo a la hora de cenar. Los progenitores están seriamente preocupados porque intuyen que la asincronía con estos chicos no es una simple consecuencia de la edad del pavo, sino de la ascendencia de una nueva "estirpe" cada vez más encerrada en sí misma, enrocada contra la autoridad y contra el resto de reglas ajenas a su tribu.

Como consecuencia, mientras los profesores y los padres siguen ampliando los esfuerzos por penetrar en la psicología adolescente, el resto de la sociedad procura ignorarles y responder con una actitud parecida a la indiferencia que los chavales les dedican. Quizá la única alternativa de acercamiento entre los chavales y los demás sería asumir que no tienen un problema porque fumen porros o adoren la violencia en los videojuegos, sino que son así: extraños, distintos.

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Siempre es perezoso traducir un código encriptado y más si éste se muestra hostil, pero cuanto antes aprendamos a interaccionar con los adolescentes, antes seremos capaces de comprender anticipadamente su próxima juventud. Porque, probablemente, tampoco su nueva etapa biográfica responda a los cánones juveniles y sería demasiado absurdo pensar toda la vida que esta generación es patológica o sufre una incurable afección.

Acaso el conflicto lo tengamos a medias, es posible que las nuevas cohortes de muchachos formen parte de una sociedad en una tesitura cambiante y obsoleta. Al fin y al cabo, los adolescentes son el resultado más reciente de la ecuación social, el cociente último e incontestable. De momento, lo que resulta innegable es que, en el problema intergeneracional, nadie parece contar con nadie.

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