Delirio en el Palacio
El oro de Joan Lino Martínez corona una competición que vio un récord del mundo y doce medallas españolas
Juan Carlos Granados, el entrenador de Mayte Martínez, hablaba de un volcán dormido que despierta y entra en ebullición. Se refería a los dolores de espalda de su atleta. También podía haber estado hablando de una gran tarde de atletismo, delirante, en el Palacio de Deportes de Madrid, que en apenas un par de horas contempló la consagración de un técnico, dolor, fracaso, sufrimiento, gloria, esplendor, carambolas, utopías, nacimiento de estrellas, forofismo, bronca, pelea, atletismo del grande, medallas, récords, calor, forofismo futbolero... La vida y todos sus avatares resumidos en una tarde única.
La llama empezó a encenderla precisamente Mayte Martínez, poco antes de las 17.30 ganando -en el atletismo, el segundo también es un ganador- la medalla de plata en el 800 bajo el griterío de las gradas, que acabaron coreando su nombre. Nueve mil espectadores en una reunión de atletismo son muchos espectadores. Imposible no contagiarse. Fue una carrera rápida y mal corrida tácticamente por la vallisoletana, quien, por garra y poderío, pudo superar las limitaciones de una mala colocación durante dos tercios de la prueba. Tampoco, aunque hubiera hecho la carrera de su vida, habría podido ganar. La rusa Larissa Czhao corría mucho más.
Como un eco simétrico, pocos minutos después, la carrera de 800 de los hombres mostró a un ruso, Dimitri Bogdanov, que la víspera correteaba por el Retiro como un aficionado más, derrotar a dos andaluces: a Reina, que vale más que la plata y que también corrió mal, sometido a los impulsos del grupo, a parones y acelerones a destiempo, y que siempre había ganado a Bogdanov, viejo rival, y a Jurado, uno de Jaén que se sintió en la gloria, fuerte y poderoso.
El volcán cobraba fuerza, se preparaba para la erupción con una rocambolesca final de 60 metros vallas -cuatro salidas nulas, eliminación de tres de los ocho participantes, entre ellos los favoritos Lichtenegger y Olijar-, en la que el persistente Felipe Vivancos ganó una inesperada plata, otro momento único de un invierno que también le dio el récord de España. Fue la señal definitiva de que ayer en Madrid todo era posible, de que era una tarde única, de que había que aprovecharlo.
Todo era posible. Lo más inesperado, lo más desagradable. Fue posible hasta que España lograra una especial medalla en el relevo de 4x400 de hombres. Y la tenía ahí, a falta de la última posta, que ya Luis Flores iba a entregar el testigo en la segunda posición a Alberto Montero cuando un polaco impetuoso, Piotr Klimczak, quiso abrirse paso entre él y el francés Brice Panel, codo con codo los dos, y derribó a ambos. El español se fue más lejos. Perdió todas las posibilidades el equipo. El francés siguió y entregó al gran Marc Raquil, quien, en una última vuelta imperial, dio el título a Francia. Para su sorpresa, en vez de una atronadora ovación recibió una pita soberana orquestada desde el fondo sur. Un abucheo indecente. El volcán estalló. España acabó quinta y Polonia fue descalificada.
El españolismo continuó alimentándolo la gran Carlota Castrejana, altísima atleta riojana con pasado de jugadora de baloncesto y saltadora de altura que, por fin, dio un buen triple salto en competición -14,45 metros, récord de España-, ganó un buen bronce y se prepara, a los 31 años, para una tercera juventud. "Carlota es una atleta muy motivacional", dijo su entrenador, Juan Carlos Álvarez; "que tiene mucho más potencial, de casi 15 metros. Y esta medalla la va a motivar de verdad". Y Álvarez no tuvo tiempo de más porque, cámara de vídeo en ristre, como siempre, tenía que seguir a otro de sus pupilos, a Joan Lino Martínez.
Pero antes de gozar con el salto de 8,37 metros -mejor marca mundial del año- que le dio al velocísimo atleta de origen cubano y amor en Guadalajara el único oro entre las 12 medallas finales de los españoles, pudo ver, ensordecido, agitado, atribulado, la tremenda demostración del rodillo Heshko en el 1.500, la alegría de Higuero, la agonía de Estévez, la desesperación de Casado. Y pudo disfrutar, un lujo para cualquier aficionado, de la perfección técnica, del sentido de la medida, de la exhibición de Yelena Isinbayeva, quien aumentó un centímetro su plusmarca mundial en salto con pértiga -hasta 4,90 metros, a donde llegó como regalo al Palacio, pues las polacas Rogowska y Pyrek dejaron de inquietarla en 4,75 metros-, y del renacimiento del salto de altura. La rivalidad entre el joven ruso Rybakov, larguísimas piernas como palancas, y el asentado sueco Hola, campeón olímpico, llevó a éste, sólo 1,80 metros, modelo gamba, enorme cabeza y fuertes piernas para darse increíble impulso -y, como dicen, lo tiene más fácil: en cuanto pasa la cabeza pasa todo- a saltar 2,40 metros, récord de los campeonatos, una altura que no se veía en alta competición desde los primeros años 90 y a intentar borrar de la historia sueca los 2,41 metros del élfico Patrick Sjoeberg.
Y desde allí, caliente y emocionados, todos a casa, a contarlo a los nietos.
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