Sobre el discurso deshonesto en política
Continuamos perdiendo calidad de vida democrática en España, sin que Cataluña sea ningún oasis de excelencia; más bien se dan aquí manifestaciones particulares de degradación, tal vez menos bastas, más jesuíticas, pero no por ello menos preocupantes. El caso del 3% habrá devaluado por tiempo la siempre bien vendida singularidad catalana. Por esa pérdida no entiendo, en esta ocasión, el excepcional atentado permanente a la seguridad ciudadana -básica en régimen de democracia- que provocan la amenaza y las acciones terroristas de ETA o del fundamentalismo islamista, ni el insólito asalto a la lealtad constitucional -a nuestro equivalente de la Bundestreue alemana- del plan Ibarretxe, sino al cotidiano uso en el ámbito de la política de la tergiversación, entendida, según el significado académico del término, como "la interpretación forzada o errónea que se da a palabras o acontecimientos", al abuso, en definitiva, del discurso deshonesto, el que no es "conforme a razón ni a las ideas recibidas por buenas".
Después de la etapa de aznarismo como forma específica de engaño "de Estado" sobre hechos y cuestiones fundamentales de la vida pública -basta recordar lo que se dijo en el caso Prestige, la guerra de Irak, el Plan Hidrológico Nacional, el accidente del Yak-42, el desliz político de Josep Lluís Carod Rovira, la autoría del 11-M-, que acumuló la mayor deshonra en la credibilidad de la política, y después de la derrota que le infligió su contrario, el "espíritu Zapatero", era de esperar una mayor contención en el desabrido lenguaje político en boga. Sin embargo, las fantasmagóricas apariciones de José María Aznar en escena representándose a sí mismo y la perpetuación en cargos de máxima relevancia pública de sus fieles Ángel Acebes y Eduardo Zaplana han impedido una desaznarización del primer partido de la oposición, de manera que el estilo bronco y la doblez de la tergiversación siguen fluyendo e influyendo en el conjunto de la vida política. Con todo, la situación ha mejorado en el último año: Mariano Rajoy no es Aznar, a pesar de recurrir con frecuencia a la ironía mordaz, y José Luís Rodríguez Zapatero está empeñado en un esfuerzo encomiable por recuperar la dignidad de la política.
Después de la crispación dialéctica de la campaña electoral de las legislativas de marzo de 2004 y de la campaña de la segunda vuelta en que se convirtieron las europeas de junio -crispación que no traducía los exasperantes problemas que padece la sociedad, sino que reflejaba, simplemente, la "mala educación política" de muchos de los líderes políticos del país-, la campaña del referéndum sobre la aprobación del tratado constitucional se ofrecía como una oportunidad de oro para sosegar los ánimos, puesto que no había escaños en litigio. El texto de la Constitución europea, denso en valores, principios, derechos fundamentales y objetivos, que los partidos democráticos podían compartir, aunque discreparan en las modalidades de aplicación, se prestaba a ensayar un cambio general en el modelo de campaña electoral.
Pues no. La Constitución habrá sido lo de menos, y lo de más la vuelta al cuerpo a cuerpo y al discurso deshonesto, de distinta entidad, según se trate de los partidarios de respaldarla o de rechazarla. El discurso del sí ha pecado de más laudatorio que pedagógico, cuando la Constitución europea tiene suficiente enjundia para que quepa la crítica de lo que falta y de lo que sobra en ella. El discurso del no se ha desacreditado haciendo decir a la Constitución lo que no dice ni pretende: el desprecio a Cataluña y a la lengua catalana, la militarización de Europa, la regresión social, el desmantelamiento de los servicios públicos... Los partidos minoritarios que han propugnado el no en Cataluña
desde un pretendido europeísmo -en realidad, un europeísmo de cartón piedra- habrán afianzado en el observador imparcial la sospecha de que utilizaron la campaña del referéndum sólo para proteger y diferenciar su espacio electoral. La apresurada apropiación de todo el no en la noche electoral por cada uno de los que lo propusieron confirmaría esa sospecha.
Después de las demoledoras y revulsivas palabras de Pilar Manjón en su intervención ante la comisión del 11-M -"¿De qué se reían, sus señorías?"-, radical recusación de la deshonestidad, parecía que iba a agudizarse la sensibilidad ciudadana, la de la opinión pública, en general, y la de los medios de comunicación social, en particular, y a volverse -todos- más exigentes con la mesura y veracidad exigibles a los gestores de los asuntos públicos. Pues tampoco. El revulsivo ha hecho corto efecto en políticos y opinión pública. Y es que esa alegría en el desenfreno dialéctico, esa licencia constante en el uso exagerado o parcial, erróneo o deliberadamente ambiguo de palabras y conceptos ha calado y se ha interiorizado. Un cierto grado de tergiversación se admite como algo propio de los políticos, como algo normal en la política. Nada hay más dañino al crédito de la política que esa condescendencia implícita en el juicio popular: "Ya se sabe, los políticos...".
No es todavía demagogia -seamos precisos con los conceptos políticos-, sino deshonestidad intelectual de consecuencias no sólo éticas y culturales -la imagen, la palabra y el gesto del político educan-, sino políticas, o sea, que afectan al "buen gobierno" de la sociedad. El discurso deshonesto del político es -seguramente, convendría en ello José Antonio Marina (La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez. Anagrama, 2004)- un fracaso de la inteligencia política, de la individual y de la colectiva.
Jordi Garcia-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores
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