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Columna
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A ver qué pasa

Se observa a una clase política volcada en sí misma, que escucha no el estruendo de la calle, sino sólo su propia voz

No voy a caer en la falsa simpleza de afirmar que todos los políticos son iguales, entre otras razones porque no lo creo; porque constato significativas diferencias, y coloco distintamente mi confianza. Pero hay momentos en que la imagen gobernante parece un retrato robot de sí misma, ofrece una expresión de sí misma en estado de delito. Estamos en una de esas malas rachas políticas. Un aforismo de Plutarco afirma que "la gente sería feliz si los gobernantes filosofaran y los filósofos gobernaran". No diré tanto como filosofar; bastaría con que los gobernantes pensaran en la gente, en el vínculo que les une a la gente y que no es otro que la tarea que tienen encomendada a cambio del poder (como un simbólico trueque de petróleo por múltiples alimentos); la tarea de resolverle los problemas. Pero resolverlos implica conocerlos; y ese conocimiento exige curiosidad, observación, escucha puntuales (siempre a su hora).

En cuanto a lo segundo, no me viene ahora mismo a la cabeza ningún filósofo gobernante. Aunque sí me acuerdo de algunos escritores. De André Malraux, por ejemplo, que fue ministro de Cultura y que escribió que ser un ser humano significaba "convertir la experiencia en conciencia". Ser un político humano (humanamente respetable) podría significar entonces convertir la experiencia del poder en conciencia de lo que el poder es y (pre)supone. En lucidez minuciosa, milimetrada, del alcance y del impacto en la vida de los ciudadanos de cualquier decisión tomada en las alturas: desde el trazado de una vía pública a la subida, aunque sea escuálida, de una pensión; de este particular diseño educativo, a la información contenida en una etiqueta. Conciencia como comprensión fina, detallada, de lo que a la gente le afectan las acciones del poder; y también sus omisiones y sus tonterías.

Llevamos unos días de mala racha política. De primeros planos en los que se observa a una clase política volcada en sí misma, que escucha no el estruendo de la calle, sino sólo su propia y (b)ronca voz. Su cacofonía donde cabe de todo: quien habla demasiado o demasiado poco, pero en cualquier caso, anacrónica y desubicadamente (si ha habido 3% ya tendrían que estarlo examinando las instancias judiciales pertinentes); quien para contrarrestar amenaza con no seguir hablando (como si de los debates de Estado o de Autonomía que afectan a millones de personas se pudiera abdicar de rebote); quien no sabe callar a tiempo (porque sigue identificando hablar una lengua con echar un pulso; o confundiendo la apertura más que simbólica del Congreso a todas nuestras lenguas con la oportunidad de expandir la incomunicación o lo intraducible). Hay también quien habla por hablar (por consolarse tontamente en un mal de muchos de ruptura de consensos o de brete de talantes).

Mientras eso sucede, aquí muere gente por enésima vez desde un andamio o sobre un hielo anunciado en una carretera sin acondicionar; y sube el paro y bajan las posibilidades de conseguir un piso; y a un crío le condenan por haber acosado a una cría durante meses sin que sonaran las alarmas o mientras sonaban en el desierto, y la consejera del ramo no encuentra nada más preciso que decir que habrá más sentencias y que vigilar es tarea de todos (nuestra voz tri-política hace tiempo que se pronuncia mayormente en forma de anuncios publicitarios o de lugares comunes). Y allí, medio barrio se ha quedado en la calle, sin techo o sin medios de vida o sin los objetos que son el archivo de la historia privada o la energía de la memoria. Y ahí mismo, miles de personas se acercan emocionalmente como pueden al primer aniversario de un atentado atroz.

Estamos en una mala racha política, en una evidente desproporción entre la experiencia y la conciencia del poder. Los ciudadanos tendremos que hacer algo para invertir la fórmula. Sonar más en la calle, resonar. Para que se abran las ventanas oficiales y alguien salga a mirar, a ver qué pasa.

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